Vía Crucis 2004: El Camino de la Cruz

escrito por S.S el Papa Juan Pablo II


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En esta meditación trataremos de seguir las huellas del Señor en el camino que va desde el pretorio de Pilato hasta El lugar llamado «calavera», el Gólgota en hebreo (Jn 19, 17). El Vía Crucis de nuestro Señor Jesucristo está históricamente vinculado a los sitios que Él hubo de recorrer. Pero hoy día ha sido trasladado también a muchos otros lugares, donde los fieles de Divino Maestro quieren seguirle en espíritu por las calles de Jerusalén. En algunos santuarios, como en el que recordábamos en días anteriores, el calvario de Zebrydowska, la devoción de los fieles a la pasión ha reconstruido el Vía Crucis con estaciones muy alejadas entre sí. Habitualmente en nuestras iglesias las estaciones son catorce, como en Jerusalén entre el pretorio y la basílica del Santo Sepulcro. Ahora nos detendremos espiritualmente en estas estaciones, meditando en el misterio de Cristo cargando con la cruz.

I Estación: Jesús en el Huerto de los Olivos

Llegado al umbral de su Pascua,
Jesús está en presencia del Padre.
¿Cómo habría podido ser de otra manera,
dado que su diálogo secreto de amor
con el Padre nunca se había interrumpido?
"Ha llegado la hora" (Jn 16, 32);
la hora prevista desde el principio,
anunciada a los discípulos,
que no se parece a ninguna otra,
que contiene y las compendia todas
justo mientras están a punto de cumplirse en los brazos del Padre.
Improvisamente, aquella hora da miedo.
De este miedo no se nos oculta nada.
Pero allí, en el culmen de la angustia,
Jesús se refugia en el Padre con la oración.
En Getsemaní, aquella tarde,
la lucha se convierte en un cuerpo a cuerpo extenuante,
tan áspero que en el rostro de Jesús el sudor se transforma en sangre.
Y Jesús osa por última vez, ante del Padre,
manifestar la turbación que lo invade:
"¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz!
Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).
Dos voluntades se enfrentan por un momento,
para confluir luego en un abandono de amor ya anunciado por Jesús:
"Es necesario que el mundo comprenda que amo al Padre,
y que lo que el Padre me manda, yo lo hago" (Jn 14, 31).

II Estación: Jesús traicionado por Judas, es arrestado

Desde la primera vez que se le menciona,
Judas es indicado como
"el mismo que le entregó" (Mt 10, 4; Mc 3, 19; Lc 6, 13);
el trágico apelativo de "traidor"
quedaría unido para siempre a su recuerdo.
¿Cómo pudo llegar a tanto uno que Jesús había elegido
para que lo siguiera de cerca?
Judas, ¿se dejó arrastrar por un amor frutrado a Jesús,
que se volvió en sospecha y resentimiento?
Así lo haría pensar el beso,
gesto que habla de amor,
pero que se convirtió en gesto de entrega de Jesús a los soldados.
¿O fué quizás vícitma de la desilusión ante un Mesías
que huía del papel político de liberador de Israel del dominio extranjero?
Judas no tardaría en percatarse que su sutil chantaje
terminaba en un desastre.
Porque no había deseado la muerte del Mesías,
sino sólo que se recobrase y asumiese una actitud decidida.
Y entonces: vano arrepentimiento de su gesto,
de rechazo al sueldo de la traición (Mt 27, 4),
cediendo a la desesperación.
Cuándo Jesús habla de Judas como "hijo de la perdición",
se limita a recordar que así se cumplía la Escritura (Jn 17, 12).
Un misterio de iniquidad que nos sobrepasa,
pero que no puede superar el misterio de la misericordia.

III Estación: Jesús es condenado por el Sanedrín

Jesús está sólo ante el sanedrín.
Los discípulos han huído.
Desorientados por la detención a la que alguno
trató de reaccionar con la violencia.
Huído también quien poco antes había exclamado:
"¡Vayamos también nosotros a morir con él!" (Jn 11, 16).
El miedo los ha vencido.
La brutalidad del acontecimiento
ha prevalecido sobre su frágil propósito.
Han cedido, arrastrados por la corriente de la vileza.
Dejan que Jesús afronte, solo, su suerte.
Sin embargo, formaban el círculo de sus íntimos,
Jesús los había llamado sus "amigos"" (Jn 15, 15).
Alrededor de él ahora queda sólo una muchedumbre hostil,
concorde en desear su muerte.
Ya otras veces se había cernido la muerte sobre Jesús,
cuando aludía a su origen divino.
Ya otras veces, quien lo escuchaba había intentado apedrearlo.
"No por ninguna obra buena –afirmaban–, sino por la blasfemia,
porque tú, que eres hombre, te haces Dios" (Jn 10, 33).
Ahora el sumo sacerdote le apremia
a declarar ante a todos si es o no Hijo de Dios.
Jesús no rehúsa: lo confirma con la misma gravedad.
Firma así la propia condena a muerte.

IV Estación: Jesús es negado por Pedro

De los discípulos que había huídos, regresan dos,
siguiendo a distancia a los soldados y a su prisionero.
Movido por una especie de curiosidad,
quizás por no darse cuenta del riesgo.
Pedro no tarda en ser reconocido:
lo delata el acento galileo
y el testimonio de quién lo ha visto
desenvainar la espada en el huerto de los Olivos.
Pedro se refugia en la mentira: niega todo.
No se percata de que así reniega de su Señor,
desmiente sus ardientes declaraciones de fidelidad absoluta.
No entiende que así niega también su propia identidad.
Pero un gallo canta, Jesús se vuelve,
dirige su mirada a Pedro y da sentido a aquel canto.
Pedro entiende y rompe en lágrimas.
Lágrimas amargas, pero endulzadas por el recuerdo
de las palabras de Jesús:
"No he venido para condenar, sino para salvar" (Jn 12, 47).
Ahora le reitera aquella mirada de "ternura y piedad",
la misma mirada del Padre "lento a la cólera y grande en el amor",
"qué no nos trata según nuestros pecados,
no nos paga conforme a nuestras culpas" (Sal 103, 8.10).
Pedro se sumerge en aquella mirada.
En la mañana de Pascua
las lágrimas de Pedro serán lágrimas de alegría.

V Estación: Jesús es juzgado por Pilatos

Un hombre sin culpa alguna está ante Pilatos.
La ley y el derecho lo dejan al albitrio de un poder totalitario
que busca el consenso de la muchedumbre.
En un mundo injusto, el justo acaba siendo rechazado y condenado.
Viva el homicida, muera el que da la vida.
Si liberas a Barrabás, el bandolero llamado "hijo del Padre",
se crucifique al que ha revelado al Padre
y es el verdadero Hijo del Padre.
Otros, no Jesús, son los hostigadores del pueblo.
Otros, no Jesús, han hecho lo que está mal a los ojos de Dios.
Pero el poder teme por su propia autoridad,
renuncia a la autoridad que le viene de hacer lo que es justo,
y abdica.
Pilatos, la autoridad que tiene poder de vida y muerte,
Pilatos, que no titubeó en ahogar en la sangre
los focos de la revuelta (Lc 13, 1),
Pilatos, que gobernaba con puño de hierro
aquella oscura provincia del imperio, soñando poderres más vastos,
abdica,
entrega a un inocente, y con ello la propia autoridad,
a una muchedumbre vociferante.
El que en el silencio se entregó a la voluntad del Padre
es de este modo abandonado a la voluntad de quien grita más fuerte.

VI Estación: Jesús es flagelado y coronado de espinas

A la condena inicua se añade el ultraje de la flagelación.
Entregado en manos de los hombres, el cuerpo de Jesús es desfigurado.
Aquel cuerpo nacido de la Virgen Maria,
qué hizo de Jesús "el más bello de los hijos de Adán",
qué dispensó la unción de la Palabra
–"la gracia está derramada en tus labios" (Sal 45, 3)–,
ahora es golpeado cruelmente por el látigo.
El rostro transfigurado en el Tabor es desfigurado en el pretorio:
rostro de quién, insultado, no responde;
de quién, golpeado, perdona;
de quién, hecho esclavo sin nombre,
libera a cuantos sufen la esclavitud.
Jesús camina decididamente por la vía del dolor,
cumpliendo en carne viva, hecha viva voz, la profecía de Isaías:
"Ofrecí la espalda a los que me golpeaban,
la mejilla a los que mesaban mi barba.
No oculté el rostro a insultos y salivazos" (Is 50, 6).
Profecía que se abre a un futuro de transfiguración.

VII Estación: Jesús cargando la cruz

Fuera.
El justo injustamente condenado tiene que morir fuera:
fuera del campamento, fuera de la ciudad santa,
fuera de la sociedad humna.
Los soldados lo desnudan y lo visten:
Él ya no puede disponer tampoco del propio cuerpo.
Le cargan sobre los hombros un palo, trozo pesado del patíbulo,
señal de maldición e instrumento de ejecución capital.
Madero de infamia,
que pesa, carga extenuante, sobre las espaldas llagadas de Jesús.
El odio que lo impregna hace insoportable el peso.
Sin embargo aquel madero de la cruz es rescatado por Jesús,
se convierte en la señal de una vida vivida
y ofrecida por amor a los hombres.
Según la tradición, Jesús vacila,
por tres veces caerá bajo aquel peso.
Jesús no ha puesto límites a su amor:
"habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
Obediente a la palabra del Padre
–"Amarás al Señor tú Dios con todas tus fuerzas" (Dt 6, 5)–
Dios ha amado y ha cumplido su voluntad hasta el extremo.

VIII Estación: El Cirineo ayuda a Jesús a cargar la cruz

Las primeras estrellas que anuncian el sábado
no brillan todavía en el cielo,
pero Simón ya vuelve a casa del trabajo en el campo.
Soldados paganos, que nada saben del descanso del sábado, lo paran.
Ponen sobre sus hombros robustos aquella cruz
que otros habían prometido llevar cada día detrás de Jesús.
Simón no elige: recibe una orden
y aún no sabe que acoge un don.
Es característico de los pobres no poder elegir nada,
ni el peso de sus propios sufrimientos.
Pero es característico de los pobres ayudar a otros pobres,
y allí hay uno más pobre que Simón:
está a punto de ser privado hasta de la vida.
Ayudar sin hacer preguntas, sin preguntar por qué:
demasiado pesado el peso para el otro,
en cambio, mis hombros aún lo sostienen.
Y esto basta.
Vendrá el día en el cual el pobre más pobre le dirá al compañero:
"Ven, bendito de mi Padre, entra en mi alegría:
estaba aplastado por bajo el peso de la cruz y tu me has levantado".

IX Estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

El cortejo del condenado avanza.
Por escolta: soldados y un puñado de mujeres llorando,
mujeres venidas de Galilea a la ciudad santa con él y los discípulos.
Conocen a aquel hombre.
Han escuchado su palabra de vida,
lo aman como maestro y profeta.
¿Esperaban que fuese el liberador de Israel? (Lc 24, 21).
No lo sabemos, pero ahora lloran a aquel hombre
como se llora a una persona querida,
como él lloró al amigo Lázaro.
Él las une a su sufrimiento,
una nueva luz ilumina su dolor.
La voz de Jesús habla de juicio,
pero llama a la conversión;
anuncia dolores,
pero como dolores de parturienta.
El madero verde recobrará la vida
y el leño seco será partícipe de ello.

X Estación: Jesús es crucificado

Una colina fuera de la ciudad, un abismo de dolor y humillación.
Levantado entre cielo y tierra está un hombre:
clavado en la cruz,
suplicio reservado a los malditos de Dios y de los hombres.
Junto a él otros condenados
que no son dignos ya del nombre de hombre.
Sin embargo Jesús,
que siente que su espíritu lo abandona,
no abandona a los otros hombres,
extiende los brazos para acoger a todos,
al que nadie quiere ya acoger.
Desfigurado por el dolor,
marcado por los ultrajes,
el rostro de aquel hombre
le habla al hombre de otra justicia.
Derrotado, burlado, denigrado,
aquel condenado devuelve la dignidad a todo hombre:
a tanto dolor puede llevar el amor,
de tanto amor viene el rescate de todo dolor.
"Verdaderamente aquel hombre era justo" (Lc 23, 47b).

XI Estación: Jesús promete su Reino al buen ladrón

El lugar de la Calavera,
sepulcro de Adán, el primer hombre,
patíbulo de Jesús, el hombre nuevo.
El madero de la cruz,
instrumento de muerte ostentada,
arca de perdón concedido.
Junto a Jesús, que pasó entre la gente haciendo el bien,
dos hombres condenados por haber hecho el mal.
Otros dos habían pedido estar uno a la derecha
y otro a la izquierda de Jesús,
se habían declarado también dispuestos a recibir el mismo bautismo,
a beber el mismo cáliz (Mc 10, 38-39).
Pero ahora no están aquí,
otros les han precedido en el monte Calvario.
Uno de ellos invoca a un Mesías que se salve a sí mismo y a los dos,
allí y enseguida,
el otro se dirige a Jesús,
para que se acuerde de él cuando entre en su Reino.
Quien comparte los escarnios de la muchedumbre no recibe respuesta,
quien reconoce la inocencia de un condenado a muerte
consigue una inmediata promesa de vida.

XII Estación: Jesús en la Cruz, la Madre y el Discípulo

Alrededor de la cruz, gritos de odio,
a los pies de la cruz, presencias de amor.
Está allí, firme, la madre de Jesús.
Con ella otras mujeres,
unidas en el amor alrededor del moribundo.
Cerca, el discípulo amado, no otros.
Sólo el amor ha sabido superar todos los obstáculos,
sólo el amor ha perseverado hasta al final,
sólo el amor engendra otro amor.
Y allí, a los pies de la cruz, nace una nueva comunidad,
allí, en el lugar de la muerte, surge un nuevo espacio de vida:
María acoge al discípulo como hijo,
el discípulo amado acoge a María como madre.
"La tomó consigo entre sus cosas más queridas" (Jn 19, 27)
tesoro inalienable del cual se hizo custodio.
Sólo el amor puede custodiar el amor,
sólo el amor es más fuerte que la muerte (Ct 8, 6).

XIII Estación: Jesús muere en la Cruz

Después de la agonía de Getsemaní,
Jesús, en la cruz, se halla de nuevo ante el Padre.
En el culmen de un sufrimiento indecible,
Jesús se dirige a él, y le ruega.
Su oración es ante todo invocación de misericordia para los verdugos.
Luego, aplicación a sí mismo de la palabra profética de los salmos:
manifestación de un sentido de abandono desgarrador,
que llega en el momento crucial,
en el cual se experimenta con todo el ser
a qué desesperación lleva el pecado que separa de Dios.
Jesús ha bebido hasta la hez el cáliz de la amargura.
Pero de aquel abismo de sufrimiento surge un grito
que rompe la desolación:
"Padre, a tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46).
Y el sentido de abandono se cambia
en abandono en los brazos del Padre;
la última respiración del moribundo se vuelve grito de victoria,
La humanidad, que se había alejado en un arrebato de autosuficiencia,
es acogida de nuevo por el Padre.

XIV Estación: Jesús es colocado en el sepulcro

Primeras luces del sábado.
El que era luz del mundo baja al reino de las tinieblas.
El cuerpo de Jesús es tragado por la tierra,
y con él es tragada toda esperanza.
Pero su descendimiento al lugar de los muertos
no es para la muerte sino para la vida.
Es para reducir a la impotencia al que detentaba el poder sobre la muerte, el diablo (Hb 2, 14),
para destruir al último adversario del hombre,
la muerte misma (1Co 15, 26),
para hacer resplandecer la vida y la inmortalidad (2 Tm 1, 10),
para anunciar la buena nueva a los espíritus prisioneros (1 P 3, 19).
Jesús se humilla hasta alcanzar a la primera pareja humana,
Adán y Eva, aplastados bajo el peso de su culpa.
Jesús les tiende la mano,
y su rostro se ilumina con la gloria de la resurrección.
El primer Adán y el Último se parecen y se reconocen;
el primero halla la popia imagen
en aquél que un día debía venir
a liberarlo junto con todos los demás hijos (Gn 1, 26).
Aquel Día ha llegado finalmente.
Ahora en Jesús, cada muerte puede, desde aquel momento, desembocar en la vida.