Nuestro hermano mayor
Miguel Aranguren
El arca de la isla

        Hay ocasiones en las que sí que es necesario abrir el libro de la Historia para buscar los párrafos mal escritos y volver a elaborarlos. Lo hizo Juan Pablo II y no sólo con aquel reconocimiento conmovedor en el Jubileo del año 2000, cuando apoyado con la frente en los pies de un judío torturado pidió perdón, en nombre de todos los cristianos, por el daño provocado por nuestros pecados, especialmente por aquellos cometidos al socaire de nuestro título de “poseedores de la fe verdadera”.

        Ya de seminarista, cuando en Varsovia existía un ghetto mortal para los hijos de Abraham, y no eran pocos los católicos que delataban a los judíos que no llevaban la estrella de David cosida a la ropa, o a aquellos que se escondían como conejos en madriguera, achacándoles todos los males de la sufrida Polonia, Wojtyla no podía borrar de sus recuerdos a aquel amigo de pupitre, Jerzy Kluger, junto al que creció con la naturalidad de saber que compartían una vastísima raíz común que se hunde en la memoria de los tiempos, en ese mítico monte en el que Yahvé premió la obediencia de un anciano con la generación de un pueblo nuevo, doce tribus escogidas a las que debemos, entre otras cosas, la fidelidad con la que nos ha llegado la Sagrada Escritura.

        En España, ni con el anecdótico regreso de los sefardíes hemos logrado comprender el papel del pueblo judío en los planes inabarcables de Dios. Para nosotros, a pesar del ligamen de la historia, los judíos siguen siendo extraños, un elemento exótico y oscuro, los protagonistas de unas lecturas y unos salmos a los que apenas prestamos atención cuando se proclaman durante los ritos iniciales de la Santa Misa. De hecho, nos extrañamos –¡y hasta escandalizamos!– cuando alguien se atreve a precisar que san José nació y murió judío, al igual que su esposa, María, la judía más fiel de todos los tiempos, por más que ella no muriera y, por tanto, en el Cielo siga siendo judía en cuerpo y alma, como el mismísimo Cristo, que jamás renegó de su pueblo y al que judío por entero comulgamos.

        Jerzy Kluger, hermano mayor de Juan Pablo II, acaba de fallecer. Que Yahvé lo tenga en el seno de Abraham.