Descanse en paz Steve Jobs

Es difícil decir algo sobre Steve Jobs, unos días después de su muerte, tras los ríos de tinta que han corrido.
Yo quiero, no obstante, aportar mi pequeño grano de arena. Y lo voy a hacer tras volver a ver, por enésima vez, su discurso a los graduandos de la Universidad de Stanford en 2005, hace poco más de seis años. Imagino que todo el que lea estas líneas lo habrá visto, pero si alguien no lo ha hecho, que no deje de hacerlo.

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        Su discurso no fue un discurso académico. Empezó manifestando públicamente, y no sin cierto orgullo, que él jamás se había graduado. Había en su tono un cierto desprecio por la institución universitaria. Desprecio que comparto. Porque, lamentablemente, la Universidad –en general, con honrosas excepciones– se ha convertido en una institución que vende saber enlatado, pero no pensamiento, técnicas orientadas a un supuesto éxito inmediato, pero no hacia la vida. En algún punto de la historia le ha pasado lo que decía el poeta T. S. Elliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo, dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento, dónde el conocimiento que hemos perdido en la información?” Por eso, su discurso fue sobre la vida. Sobre su vida. Contó tres sencillas pero profundas historias.

        A la primera le dio el título de “connecting dots”. Los que nacimos en los años ´50 –él nació en el 55, yo en el 51– recordamos, seamos españoles o americanos, esos pasatiempos en los que aparecían unos puntos numerados. Si, con un utensilio antediluviano llamado lápiz, los uníamos siguiendo el orden, iba apareciendo poco a poco, de una manera casi mágica, la imagen de un águila o de un león. Pero sólo al final del proceso veías lo que se había formado.

        Así veía su vida Steve Jobs. Desde ese momento del 2005, hasta antes de su nacimiento. Efectivamente, Jobs fue hijo de una joven estudiante preuniversitaria. Fue lo que hoy llamaríamos un hijo no deseado. Si en vez de correr el año 1955, esto hubiese ocurrido en nuestros días, Jobs hubiese tenido una altísima probabilidad de haber sido abortado. Y estoy seguro de que entre los millones de niños no deseados que acaban hoy cada año en el cubo de la basura de alguna clínica abortista hay bastantes Steves Jobs en el campo de la empresa, la política, el arte, la ciencia y otras muchas disciplinas. Imaginad un mundo con veinte Jobs más, pintores o músicos, veinte más, empresarios, veinte más, políticos, veinte más, científicos. Todos ellos líderes positivos en sus respectivos campos. El mundo sería más rico con ellos. Pero no están, los hemos condenado a las cloacas y somos mucho más pobres. Lloremos hoy también sobre sus cadáveres.

        Pero, más adelante, ya en la universidad, dejó toda carrera reglada y se dedicó a estudiar, a su aire, cosas tan aparentemente inútiles como caligrafía. Gracias a eso, nos dice, cuando fundó Aple, se empeñó en que los tipos de letra fuesen bellos y abríó esa senda para los que le copiaron después. E imagino que también le llevó a que, además de tipos agradables de leer, el manejo fuese amigable, fácil, con iconos intuitivos. Si no hubiese sido por ello, hoy en día habría sólo dos millones de ordenadores relegados tan sólo para el uso de expertos. Y eligió estudiar caligrafía, porque amaba ese estudio. Y aprendió con ello que todo había que hacerlo con amor. Confiad –decía, más o menos, a los alumnos de Stanford– en que si hacéis las cosas con amor los puntos que conectéis tendrán sentido. Y textualmente: “Tenéis que confiad en algo, ya sea en vuestro Dios, en el destino, en la vida, en el karma, en lo que sea”. Ahí es donde discrepo respetuosamente de Jobs, porque si tengo que confiar en que algo ha preparado los puntos de mi vida para que una vez conectados tengan sentido, prefiero hacerlo en alguien más que en algo. Y en alguien que sea todopoderoso, sabio, bueno y que me quiera. Mejor eso que en un ciego destino, o en la misma vida que estoy intentando construir o en un karma ciego escrito por un ente impersonal que no sabe lo que es el amor. Más aún, en un alguien que cuando me cargo el dibujo uniendo los puntos mal unidos, si le dejo –sólo si le dejo– rediseña todo para que, a pesar de mi desaguisado pueda volver a construir un dibujo nuevo. Y ese alguien todopoderoso, sabio, bueno y que me quiere, en el que creo que puedo confiar, es el Dios encarnado en Jesucristo. Y a ese continuo rediseño de nuestros puntos, le llamamos Providencia. No azar, ni destino, ni avatares de la vida ni karma. Providencia.

        La segunda historia de Jobs a los alumnos de Stanford hablaba del amor y la pérdida. Del amor al trabajo con el que creó Aple y de la pérdida que sufrió cuando le echaron de la empresa fundada por él. Pensó en dejarlo todo, pero lo que le mantuvo es que se dio cuanta de que, a pesar de lo que había pasado, aún amaba lo que hacía. Y volvió a empezar de cero, sin las seguridades a las que había empezado a acostumbrarse. Y desde esa falta de seguridades empezó la fase más creativa de su vida. Fundó dos empresas y una familia. Y se dio cuenta de que cuando se encuentra aquello que se ama, sea trabajo o familia, si se persevera en ese amor, las cosas mejoran con los años. Efectivamente, años después, los puntos se conectaron y esa creatividad nacida de la pérdida de Aple, le llevó a crear dos empresas. Una de ellas, con una tecnología revolucionaria, fue comprada por Aple poco después, y Jobs volvió a tomar el timón de su antigua compañía. Nada de eso hubiera sido posible –decía Jobs– si no me hubieran echado de Aple. “A veces la vida te da con un ladrillo en la cabeza: No perdáis la fe” –afirma Jobs. ¿Qué fe nos puede ayudar en esos momentos –me pregunto yo– a creer que los puntos de la vida tienen sentido? ¿La fe en el destino, en la vida, en el karma? ¿O la fe en un Dios más fuerte y sabio que todas esas cosas y que nos ama hasta compartir la vida con nosotros?

        La tercera historia de Jobs versaba sobre la muerte. Un diagnóstico parcialmente falso de un cáncer de páncreas, le hizo creer que le quedaban sólo unas semanas de vida. Entonces se acordó de una frase que oyó siendo aún adolescente: “Si uno vive cada día como si fuese el último de su vida, algún día, tendrá razón”. “Todos los días –afirmaba en su discurso –me miraba al espejo y me preguntaba: si éste fuese el último día de mi vida, ¿haría lo que voy a hacer hoy? Y si me contestaba que no varios días seguidos, sabía que tenía que cambiar algo”. Pero eso no le llevó a dejar sus amores, trabajo, familia, para hacer vaya usted a saber qué idioteces, sino a reafirmarse en su vocación. Porque eso es lo que significa vocación, hacer aquello que es el más profundo anhelo de tu corazón. Decía: “Tened el valor de seguir a vuestro corazón y a vuestro instinto. Ellos saben lo que realmente queréis ser”. ¿Lo saben –me pregunto yo? Si, lo saben. Pero tener un consejero, alguien que sea sabio y que nos quiera, no es mala cosa para ayudarnos a discernir con libertad entre la avalancha de cosas que tan a menudo nos desorientan. Efectivamente, él vivió cada día como si fuese el último y eso, entre otras cosas, le hizo grande. Y eso nos hará grandes a nosotros también.

        “Nadie quiere morir. Ni siquiera los que quieren ir al cielo desean morir, y sin embargo, ese es el destino común de todos nosotros” –afirma en su discurso. Cierto, nadie quiere morir, pero saber que, cuando nos llegue ese destino común de todos los hombres, ese Dios que ha dibujado los puntos de nuestra vida, que ha vivido una vida como la nuestra y que ha hecho de ida y vuelta el camino de la muerte, nos acompañará en ese duro tránsito que no deseamos, es muy consolador.

        “La vida es corta –dice Jobs. No perdáis el tiempo viviendo la vida de otros, no os dejéis atrapar por el dogma, que es vivir según los resultados de la vida de otros”. Muy cierto. Cuando el dogma es algo que nos viene de fuera, que nos es impuesto, que asumimos sin convicción, es una trampa que nos atrapa y empobrece nuestra vida. Pero cuando, aunque lo hayan pensado antes otros –nada hay nuevo bajo el sol–, es algo que entendemos, que hacemos nuestro, carne de nuestra carne y, sobre todo, que amamos porque vemos en él la garantía de que los puntos de nuestra vida tendrán sentido, entonces el dogma no es una trampa. Es alegría y libertad. Es confianza y esperanza ante la adversidad, ante los ladrillos con los que la vida nos golpea. Es lo que nos hace hacer cada día lo que haríamos si fuese el último día de nuestra vida. Es lo que hace nuestra vida grande.

        Acaba Jobs su discurso con un consejo: “Stay hungry, stay foolish”. Si tradujese la palabra “foolish”, fuera de este contexto, la traduciría por estúpido, alocado, que es su significado corriente. Pero no creo que encaje con lo que quería decirles Steve Jobs a los alumnos de Stanford. Tal vez sería mejor algo así como “no-sensato” –libre de esa sensatez del sabemos perfectamente lo que queremos, que es diferente de insensato–, ingenuo –como abierto a la posibilidad de que las cosas sean buenas. Así, este consejo podría ser: “manteneos hambrientos, manteneos ingenuos”. Me parece un excelente consejo, que querría aplicarme a mí mismo hasta el día de mi muerte.

        Steve Jobs tampoco quería morir. En su discurso expresaba la confianza en tener por delante varias décadas más. Han sido sólo seis años. Al final, el día en que tenía razón al decir que viviría cada día de su vida como si fuese el último, le ha llegado. Descanse en paz. Benedicto XVI, en su último viaje a Alemania dijo en uno de sus discursos una frase muy controvertida: “Los agnósticos que [...] tienen deseo de un corazón puro, están más cercanos al Reino de Dios que los fieles rutinarios [...], sin que su corazón quede tocado por la fe”. No sé en qué creía o dejaba de creer Steve Jobs, pero por sus palabras, creo que era agnóstico. Pero no me parece que fuese un agnóstico instalado tranquilamente en su agnosticismo. Si él seguía los consejos que daba –y no me parece el tipo de persona que diese consejos en los que no creyrse–, estaba hambriento. Hambriento de saber, hambriento de encontrar. Hambriento de Verdad. Hambriento de Belleza, porque imagino que ese hambre no se pararía en la caligrafía. Y era ingenuo, en el sentido etimológico de la palabra. Creía en la posibilidad del Bien. Es decir, hambriento de Verdad, Bondad, Belleza. Hambriento de Dios que es LA Verdad, LA Bondad y LA Belleza, aunque no supiese exactamente de qué tenía hambre. Por eso creo que él estaba más cerca del Reino de Dios que muchos de los que aceptamos todos los dogmas de forma más o menos rutinaria, como el resultado de la vida de otros, sin el fuego de la fe. Por eso creo, también, y lo deseo con toda mi alma, que Dios le haya acogido en su seno. Y no sólo lo creo y lo deseo, sino que rezo por ello. Espero que desde el cielo inspire a muchos hombres y mujeres de empresa su liderazgo positivo. Espero que desde allí transmita a muchos la lección magistral de la Vida.

        Descanse en paz Steve Jobs.