Responsabilidad hacia las generaciones futuras
Fernando Pascual
Génesis: el origen del universo, de la vida y del hombre
Diego Martínez Caro

        ¿Tenemos alguna responsabilidad hacia las generaciones futuras? La pregunta fue formulada con especial intensidad por un gran filósofo alemán, Hans Jonas (1903-1993), y exige dar respuestas concretas y urgentes.

        El mundo moderno ha desarrollado las aplicaciones tecnológicas, desde conocimientos cada vez más precisos, hasta fronteras inimaginables hace 200 años.

        La tecnología, aunque no está difundida de modo uniforme, permite a millones de personas acceder a medicinas, electrodomésticos, coches y aviones, máquinas muy sofisticadas, medios de comunicación. Estas aplicaciones facilitan la vida, potencian las capacidades productivas, cambian incluso los modos de comportarse de las personas.

        Sin embargo, Jonas notaba cómo la tecnología moderna ha llegado a un grado de desarrollo tan elevado que cada vez es más peligrosa. Incluso, casi se habría convertido en algo independiente del hombre, en algo fuera de control.

        Ello estaría ocurriendo, siempre según este filósofo, por el hecho de que cada nuevo progreso tecnológico aumenta las posibilidades y estimula hacia la conquista de nuevas fronteras, por lo que se inicia una carrera vertiginosa que resulta casi imposible de controlar.

        Que la tecnología puede tener un potencial altamente peligroso ya se sabía desde hace muchos años. Incluso antes del uso destructor de dos bombas atómicas sobre Japón en 1945, las guerras modernas habían visto hasta qué punto la química y la balística podían ser usadas contra seres humanos, incluso sobre los civiles más indefensos.

        Accidentes nucleares como los de Chernóbil (1986) y Fukushima (2011) han encendido nuevamente las alarmas ante los peligros que encierran tecnologías que manipulan y usan energía nuclear. Existe, por lo mismo, un fuerte miedo hacia las centrales nucleares.

        Además, en muchos lugares vige el temor (algo que el mismo Jonas consideraba como necesario) a las intervenciones sobre la vida, a los cambios genéticos en plantas y animales. ¿Cuáles serán los efectos a medio y largo plazo de la manipulación de los códigos de la vida?

        Si a lo anterior añadimos los múltiples problemas generados por la contaminación ambiental, por el aumento enorme de basura, por la escasez de agua en tantos lugares de planeta, por el hambre que pasan cientos de millones de personas, el sentimiento de que el mundo está “enfermo” se agudiza.

        Una de las propuestas de Jonas consiste precisamente en promover el miedo hacia nuestro potencial tecnológico. Tal miedo se nutriría desde la conciencia de las enormes posibilidades que surgen con cada conquista de la técnica y del peligro de que los resultados y aplicaciones de la misma amenacen la posibilidad de la existencia de nuevas generaciones humanas, o dañen tanto el ambiente que esas generaciones se encuentren con un planeta sumamente inhóspito.

        El miedo es una ayuda, importante, para construir una ética de la responsabilidad. La obra más famosa de Jonas se titula, precisamente, “El principio de responsabilidad”, en el sentido de que las normas que la humanidad necesita asumir con urgencia en la actual era tecnológica deben basarse en la responsabilidad que tenemos hacia las generaciones futuras, con la ayuda del miedo adecuado a la situación en la que nos encontramos.

        Surge entonces la necesidad de justificar la existencia de deberes hacia personas que aún no existen. Para ello, Jonas elabora una complicada teoría sobre el ser en relación con el bien. Esta teoría se construye desde una intuición importante: si es mejor existir que no existir, entonces tenemos una serie de obligaciones para mantener, al menos en principio, abiertas las posibilidades para que existan en el futuro nuevos grupos de seres humanos.

        Nace, en esta perspectiva, un problema: ¿caen los deberes éticos basados en el respeto hacia las eventuales generaciones futuras si llega un momento en el que sea previsible con certeza casi completa que el planeta Tierra será destruido en breve tiempo? En otras palabras, ¿basta con trabajar para la supervivencia de las generaciones futuras para construir una ética de la responsabilidad, o hacen falta otros criterios que vayan más allá de las contingencias temporales?

        Fuera de esta problemática, lo cierto es que la preocupación por las generaciones futuras está muy presente en muchos corazones. Bien aprovechada, puede ayudarnos a limitar el consumo de bienes materiales no renovables y a controlar mejor el desarrollo tecnológico.

        También la Iglesia católica asume y propone esta preocupación, pero ofrece para la misma un fundamento más sólido.

        En el n. 48 de la encíclica “Caritas in veritate” (publicada el año 2010), el Papa Benedicto XVI inicia con esta idea:

        “El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad”.

        De este modo, el tema de la responsabilidad une la atención al presente (los pobres de hoy y otras personas necesitadas) y del futuro (las generaciones que llegarán). Además, se coloca en un contexto teológico, pues ve la creación como un don de Dios, no como una situación producto del caos o de fuerzas evolutivas ciegas. Ver al mundo y al hombre como algo “casual” llevaría a disminuir el sentido de la responsabilidad, como dice el Papa en ese mismo n. 48.

        A continuación, Benedicto XVI señala dos extremos que llevan a actitudes erróneas hacia la naturaleza. Uno lleva a exaltarla y casi divinizarla, como se hacía en algunos cultos paganos. El extremo opuesto lleva a verla como material totalmente disponible para el uso indiscriminado de los seres humanos, algo que Jonas denunciaba con firmeza.

        Frente a los dos extremos, la postura correcta implica admitir que el ser humano tiene una naturaleza compuesta “no sólo de materia, sino también de espíritu”, por lo que se convierte en algo normativo, que fragua la cultura. La encíclica, en el n. 48 que estamos recordando, sigue con estas ideas:

        “El hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el cultural”.

        Un filósofo, Jonas, y un Papa, Benedicto XVI, hablaron de modo claro y concreto para despertar en los corazones la conciencia de la responsabilidad que tenemos hacia las generaciones futuras. Lo hicieron desde perspectivas diferentes, pero quizá con un fondo común: tenemos el deber de dejar abiertos caminos para que quienes nazcan dentro de 25, 50, 100 años... encuentren un mundo “vivible” y sean también ellos capaces de asumir, responsablemente, todo lo bueno, justo y hermoso que hay en la existencia humana.