La rosa azul
Enrique Monasterio
Génesis: el origen del universo, de la vida y del hombre
Diego Martínez Caro


El gran logro

        Durante siglos fue una fantasía romántica de los amantes de las flores y también un reto para botánicos y floristas. Los poetas soñaron con esa rosa imposible y crearon leyendas de príncipes enamorados que debían pagar a su amada el tributo de una flor con el color del cielo. Algunos estafadores recurrieron al tinte para engañar a los más crédulos, pero lo cierto es que nadie hasta ahora había logrado que surgiera de la tierra una auténtica rosa azul.

        Hace muchos años los botánicos dejaron zanjada la cuestión. La rosa, explicaron, nunca será capaz de producir espontáneamente la idelfinidina, que es el pigmento responsable de ese color. Así que era inútil seguir experimentando con cruces entre las diferentes especies. Para que naciera una rosa azul sería necesario alterarla genéticamente.

        Y eso es precisamente lo que ha hecho la empresa japonesa Suntory, en colaboración con su filial australiana Florigene. A ellos les importaba un rábano la vieja admonición juanramoniana, “¡no la toques ya más, que así es la rosa!”. Sabían que había un mercado y, como el negocio es el negocio y el yen es el yen, han conseguido cubrir la demanda con una rosa transgénica de belleza singular.

        De momento, la rosa azul se vende en Kioto y Osaka a 15 euros la unidad, y según dicen, muy pronto llegará a Europa con crisis o sin crisis.

No les parece bien

        Las consecuencias de la noticia eran previsibles: un puñado de ecologistas ha puesto el grito en el Cielo ante el “peligro” de que el viento y los insectos esparzan un polen dañino para el equilibrio natural de las demás especies. Yoshikazu Tanaka, director del centro de estudios científicos vegetales de la casa Suntory, dice que exageran, que su flor es tan natural como inofensiva, pero me temo que la pobre y pacífica rosa se encuentra ya en el centro de una guerra ideológica de resultado incierto.

        Uno, que sabe poco de flores, piensa que los ecologistas (que tampoco saben tanto) se pasan varios pueblos. El hombre es el jardinero de este mundo nuestro, no una especie animal más; Dios le encargó que trabajara el Edén donde lo puso y que lo convirtiera en su casa cooperando así con su poder creador.

        Claro que el trabajo humano por dominar el mundo debe ser respetuoso con la naturaleza precisamente porque somos propietarios y no expoliadores; pero gracias a esa tarea transformadora, en España, sin ir más lejos, cultivamos toneladas de patatas, tomates y maíz, que eran desconocidos en nuestro continente antes del descubrimiento de América, y ha sido posible crear alimentos nuevos muy nutritivos y nada peligrosos.

No les parece mal

        Así que, mientras no se demuestre lo contrario, me declaro a favor de la rosa azul. Sin embargo no deja de conmoverme esa defensa a ultranza de lo natural frente a la abusiva manipulación humana.

        Los ecologistas más radicales parecen amar las leyes de la naturaleza con pasión religiosa y entusiasmo misionero. Yo, sin llegar tan lejos como alguno de ellos, me subo también a ese carro con todas mis aves, a las que amo tanto. ¡Salvemos el Planeta!, sí señor. Defendamos la naturaleza, y ya de paso, defendamos con el mismo ímpetu la naturaleza humana y la ley natural que es expresión de la dignidad y de la grandeza de este trozo de barro dotado de espíritu que somos cada uno. ¿Por qué vamos a arremeter contra una rosa sólo porque la han hecho azul, mientras aplaudimos arrebatadamente que el hombre altere voluntariamente su sexo, elija ser varón, mujer o hermafrodita en contra de lo que dicte su naturaleza.

        Conozco a un niño (lo es, a pesar de que tiene 16 años) que lucha, con el apoyo de una organización radical, por conseguir que lo mutilen y le den un paquete de hormonas femeninas con cargo a la seguridad social. Dice que “se siente” mujer y que está orgulloso de serlo.

        Extraño mundo éste en el que basta el “sentimiento” de un adolescente para alterar a golpe de bisturí la naturaleza humana. Si fuera un clavel, los ecologistas gritarían como posesos