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Muchos suscriptores de Fluvium tienen fresca en la memoria la trama de "La sangre del pelícano" (Ed. LibrosLibres), en la que Aranguren no tuvo empacho en enfrentarse al mismo demonio a la hora de firmar un thriller policiaco que hacía justicia a la labor de la Iglesia en la defensa de la verdad. El mismo autor nos sorprende ahora con "La hija del ministro" (La Esfera de los Libros), una novela coral muy ambiciosa, ambientada en el Madrid de las cuatro primeras décadas del siglo XX, una ciudad convulsionada por el fin de la monarquía y el advenimiento de una república que, por justificar y alentar la persecución religiosa, condujo a España a una dolorosísima guerra fratricida. Después de leer "La hija del ministro", el lector llega a la conclusión de que Aranguren ha conseguido convertir a cada uno de los miembros de la familia de Pablo Bossana, duque del Paraná, ministro en los dos últimos gobiernos de Alfonso XIII, en entrañables personajes de ficción. Especialmente a su hija Elvira, en quien recae el peso de la trama. A través de ella conocemos un tiempo de impunidad para quienes alentaron el odio religioso, en el que, al mismo tiempo, brilló el heroísmo de tantos hombres y mujeres capaces de proclamar su fe hasta el último momento. "La hija del ministro" también hace justicia a la capacidad de perdón por parte de quienes pasaron página tras el brutal asesinato de sus seres queridos. Elvira Bossana es el hilo conductor de una de las épocas más fecundas en testimonios de martirio, tal y como han venido proclamando los últimos Papas.
Hace ocho o nueve años, barruntaba el deseo de escribir una novela sobre la familia, en la que cada uno de sus personajes pudiese contar, desde su propia experiencia, que en esta institución el hombre desarrolla su humanidad, que la familia es el lugar al que siempre necesitamos volver. En todas las familias "cuecen habas"; no buscaba una idealización de la familia sino una historia humana y veraz, con sus personajes admirables y aquellos repletos de limitaciones. Entonces empecé a darle vueltas al escenario en el que debía situar mi novela. Decidí que una familia muestra toda la dimensión de su magnanimidad en tiempos de dolor. Y en la historia reciente de España no ha existido mayor dolor que el que padecieron tantas familias de bien a causa de una política exaltada y fatalmente conducida.
En efecto. El ideal de una república es del todo legítimo. El pueblo, por muchos motivos, puede decidir en un momento concreto que ha llegado la hora de prescindir de instituciones históricas como la corona. Sin embargo, la experiencia española respecto a la república ha sido, en sus dos oportunidades, un completo desastre. En concreto, la II República se alimentó de sedición y odio. Los líderes republicanos equivocaron el objetivo de su sueño: no buscaron construir un país sino erradicar de él a sus monstruos imaginarios, en primer lugar a la Iglesia católica. La república hizo todo lo posible por enterrar la cruz, al tiempo que procuraba ensamblar una religión civil que condujo a España a un completo desastre.
Los Bossana disfrutaban de un título nobiliario por su fidelidad a la monarquía. Para ellos la legitimidad de la corona no se sustentaba en que Alfonso XIII fuese un buen o un mal rey. Veían en él al representante de una dinastía en la que identificaban muchas cosas: la historia del país, la tradición cristiana, la unidad territorial Es una fidelidad a prueba de disgustos (la amistad del padre de Elvira con don Alfonso no esconde las numerosas imprudencias del monarca). Cuando el duque del Paraná acepta una cartera ministerial en el ocaso del régimen, su hija Elvira se convierte en testigo privilegiado de los cambios que sufre el país.
La huída del rey muestra el devenir de la familia Bossana, desde las mieles de palacio a las hieles de la persecución. Los españoles somos apasionados y en aquellos años lo demostramos con creces: Elvira es una adolescente que se acostumbra a los disparos, a las huelgas violentas, a los atentados terroristas, a la desaparición de familiares y amigos, a los cadáveres en las cunetas... Madrid, de alguna manera, se torna en la Roma de los primeros siglos, cuando vivir de acuerdo a la fe llegaba a castigarse no sólo con la humillación pública, sino con el terrible espectáculo del martirio. La familia del ministro Paraná lucha por la supervivencia, lo que implica actuaciones heroicas por algunos de sus miembros y también viles, ya que no fue fácil para todos superar el miedo.
No es fácil, desde luego. Antes decía que república y monarquía son igual de legítimos y en "La hija del ministro" se retrata a republicanos confesos que, con los años, renegaron de aquel sistema que se había convertido en una fuente de corrupción en el que medraron tantos masones. También reflejo las heridas morales de algunos monárquicos que justificaban, en su pertenencia a una buena cuna, toda clase de tropelías. Sin embargo, es imposible volver la cara al infierno en el que se convirtió Madrid. Un infierno en el que, por cierto, no dejó de brillar el amor: Elvira Bossana, por ejemplo, es capaz de disfrutar un intenso romance en una ciudad en la que los templos arden como teas. El hogar familiar se convertirá en un refugio en el que se esconden algunos clérigos a los que se ha dictado, con absoluta arbitrariedad, la expulsión de España después de haber reducido a cenizas sus iglesias.
Después de haber estudiado a fondo aquellos años y de haber "vivido" en ellos durante el tiempo de elaboración de la novela, puedo asegurar que si los horrores se multiplicaron, también se multiplicaron los testimonios de santidad. Madrid fue una ciudad de santos y miserables. En las páginas de "La hija del ministro" aparece, por ejemplo, el padre Rubio, un jesuita que asombra a la familia Bossana por su dedicación a los más pobres, por su entrega al sacramento de la Penitencia o por su famoso don de bilocación. No puedo dejar de anunciar que estuve presente en la ceremonia de su canonización, precisamente en el paseo de la Castellana por el que tantas veces caminó. Y es que hoy la Iglesia universal celebra el ejemplo y la intercesión del padre Rubio, como celebra la extensión del Opus Dei y la figura de san Josemaría, que algún lector perspicaz puede imaginarse detrás del padre Mariano Albás junto a los primeros miembros de la Obra, un puñado de universitarios que dedicaban las mañanas de los domingos a atender, junto al Fundador, a los enfermos infecciosos del hospital del Rey. Isidoro Zorzano, por ejemplo -que se encuentra en proceso de beatificación-, dará un giro esperanzado al destino fatal de Ventura Ortuño, el otro gran protagonista de la novela.
Si hay algo que me conmueve del romance entre Elvira y Ventura, es que son capaces de jurarse amor eterno, con todas las consecuencias. Un amor que no podrá vencer ni la misma muerte. Un amor incondicionado a pesar del odio que barre España, de la distancia, de la guerra, de los años Sin grandilocuencias, dos adolescentes nos ofrecen una auténtica lección de cómo el amor salva a los hombres del pozo de la barbarie. Además, son dos novios que se respetan, que viven un amor limpio, que muestran que el noviazgo no es una utopía en la que las pasiones tienen la última palabra.
La familia Bossana es cristiana, como la mayoría de las familias españolas de aquella época. Ríen, charlan, lloran, se pelean, se perdonan, rezan, bailan, juegan, participan de los sacramentos Quiero decir que no viven una fe impostada, como calzada a la fuerza, tal y como buena parte de la cultura actual cree identificar el catolicismo. La fe de los padres de Elvira es muy atractiva: se habla de Dios, se reza en familia, se cuenta con la Iglesia con la misma naturalidad que realizan las demás actividades cotidianas o extraordinarias de la vida. Algunos lectores me han confesado su conmoción, por ejemplo, al descubrir cómo reaccionan los Bossana ante sucesos tan dolorosos como la muerte de un hijo, o cómo festejan con alegría las fiestas navideñas, o cómo se recogen en oración ante determinadas circunstancias, o cómo entrelazan lo divino y lo humano en cualquier charla, o cómo el padre no abandona sus principios morales ante las inquinas políticas y palaciegas. A fin de cuentas, la fe les ofrece muchas respuestas, incluso ante aquello que humanamente no tiene explicación. | |||||||||||||||||||||
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