La vergüenza birmana
Ignacio Uría
Dr. en Historia y profesor asociado
Universidad de Navarra
Diario de Navarra
Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo
Juan Donoso Cortés

 

 

Todavía esa locura

        Birmania se muere en directo, pero la opinión pública mundial está ocupada en otras cosas. El tifón Nargis, con toda su tragedia, ha devuelto a Birmania a los titulares, pero su desgracia apenas estará en los medios unos días más. Después, el silencio.

        La vergüenza birmana no es nueva, aunque la devastadora acción del Nargis ha puesto de actualidad a esta nación olvidada. Birmania tiene 43 millones de habitantes y sufre una dictadura militar desde hace medio siglo, una dictadura comunista dispuesta a matar a su pueblo antes que ceder un milímetro en la represión.

        Birmania, ahora llamada Unión de Myanmar, es el país más grande del sudeste asiático. A mediados de la década de 1960 era también el más próspero. Hoy está en el grupo de las diez naciones más pobres del mundo junto a Corea del Norte, Haití y Somalia. A su miseria se une el yugo corrupto de su dictador, Tahn Shwe, al que su astrólogo personal le aconsejó levantar una nueva capital en medio de la selva. Esa ciudad –que no aparece en los mapas para no ser atacada– combina búnkeres y campos de golf a partes iguales y la están construyendo obreros reclutados a la fuerza a cambio de comida.

        Y mientras que los birmanos agonizan sin agua ni comida en las zonas arrasadas por el huracán, los generales que rigen el país rechazan la ayuda exterior y limitan al mínimo el acceso de médicos y cooperantes internacionales a las zonas de la catástrofe, que según el gobierno birmano ha provocado 78.000 muertos y 50.000 desaparecidos.

        La ONU, por una vez, ha actuado con decisión y su secretario general Ban Ki-moon viajó a Birmania. Naciones Unidas teme que dos millones de birmanos mueran por los efectos del tifón, ya que sólo un 10% de la población está siendo atendida por el Ejército y el resto, o es ignorada o está siendo reclutada para realizar trabajos forzados de reconstrucción. Todo bajo unas lluvias torrenciales que han arrasado los cultivos de arroz y convertido la región en un pantano.

Lo que puede suceder

        En síntesis, la saña de los comunistas birmanos comienza a parecerse a la de los jemeres rojos camboyanos. El mejor ejemplo es que, pese a la emergencia humana que sufre, no han dudado en mantener el referéndum constituyente previsto para el próximo sábado. Pese a la solicitud internacional de que fuera retrasado, la dictadura militar lo ha mantenido y la prensa birmana vaticina ya una victoria por mayoría abrumadora y participación del 99% del censo. En ese censo están incluidos los dos millones de afectados.

        A la vez, Cruz Roja ha informado de que 30.000 niños menores de cinco años que morirán de hambre en los próximos días o serán vendidos como esclavos. Y todo mientras un buque francés (que ya está en aguas birmanas con 1.500 toneladas de ayuda) tiene prohibido el desembarco y trece aviones de EE.UU. esperan el permiso para aterrizar en las zonas devastadas.

        Pese a que ningún país va a jugarse sus tropas y su prestigio para salvar a unos seres humanos sentenciados a muerte, el riesgo de genocidio exige que se garantice de inmediato la distribución de la ayuda internacional, incluso con fuerzas militares (sean o no cascos azules) si fuera necesario.

        La atrocidad de la situación hace que ni el derecho internacional ni el principio de no intervención puedan justificar una actuación acomplejada de la comunidad internacional. Aún se está a tiempo de salvar miles de vidas. No hacerlo sería un error histórico.