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Creo que el discurso laicista es ajeno al sentir de la calle. El hombre contemporáneo, más que en ningún otro tiempo, busca respuestas a los interrogantes de la vida, respuestas que de alguna manera mis personajes también se plantean en "La sangre del pelícano", donde no sólo impera la acción que provocan unos crímenes horribles y de complejísima resolución, sino la búsqueda de la verdad y del destino del hombre más allá de la muerte.
Conviene aclarar que mi novela no bebe de la senda abierta por "El Código da Vinci". La obra de Dawn Brown es tan ajena a mi mundo que me sentiría agraviado si alguien intenta hacer comparaciones. En todo caso, reconozco que "La sangre del pelícano" tiene su origen en la necesidad de hacer frente a tanta literatura basura que utiliza como elementos básicos la calumnia y la ofensa gratuita a la Iglesia católica, que ante semejante tormenta de obras de medio pelo pone la otra mejilla, tal y como sugiere el consejo evangélico. Por mi parte, he tratado de responder con una aventura en la que también aparece el misterio de lo sagrado, pero desde el respeto y la veneración.
No me considero un escritor católico. Es más, no sé qué se entiende por semejante título. Publiqué mi primera novela antes de cumplir los veinte años y desde hace quince firmo artículos de opinión en importantes cabeceras nacionales. Esto es lo único importante respecto a mi carrera literaria. No escondo que estoy bautizado y trato de vivir de acuerdo a los principios de mi fe, que no sólo iluminan los aspectos privados de mi vida sino la totalidad de mi existencia, pero sin hacer concesiones a etiquetas que pudieran llevar a engaño.
Los títulos surgen a medida que desarrollo la trama de mis libros. En este caso, la imagen bíblica del pelícano me resultó sugerente e inquietante, como el argumento de la novela. Los antiguos creían que el pelícano se hería el pecho para alimentar con su propia sangre a sus polluelos, y los cristianos adaptaron el simbolismo para hablar de Cristo y la Eucaristía, dos claves en el libro que acabo de publicar.
Seré prudente, pues cualquier palabra de más podría despejar algunas pistas en el lector que se inicia en la lectura de mi novela. Todo comienza en Roma, cuando en los jardines de Villa Borghese un perro descubre el cadáver decapitado de un hombre al que, además, han quemado las huellas dactilares. En seguida Albertino Guiotta, un sacerdote que en el pasado tuvo un desafortunado encuentro con una secta satánica, se ve envuelto en una cadena de crímenes que parece minar los pilares de la Iglesia.
La novela no sólo se detiene en Roma. Francia vive con asombro el fenómeno de un santón gnóstico que incluso resucita a los muertos ante las miles de personas que le siguen por todas partes. Y en China la Iglesia perseguida recibe la visita de un personaje muy peligroso. Granada es otra de las ciudades en las que recala "La sangre del pelícano": un convento de clarisas se siente desbordado por una presencia misteriosa. Y por último, la sede de las Naciones Unidas será el escenario de un enfrentamiento a cara descubierta entre el Bien y el Mal. El lector se verá atrapado por cada una de estas tramas que, irremediablemente, le conducirán a la Ciudad Eterna.
Monticone es un comisario romano, viudo y malhumorado, que conoce todos los resortes de la podredumbre humana. Cree que lo ha vivido todo, que todo lo ha experimentado, hasta que el padre Guiotta se cruza en su camino. A partir de entonces sus planes se desbaratan. Y sí, los personajes de una novela precisan contrastes, matices que en ocasiones reciben de un alter ego, como entre don Quijote y Sancho Panza.
Juan Pablo II y la Madre Teresa son algo más que personajes reales. Su paso por la tierra les ha convertido en auténticos heraldos, en símbolos de la justicia y la misericordia. Por ese motivo ocupan el lugar que ocupan en "La sangre del pelícano". Por ese motivo también, ocupan un lugar principalísimo en mi corazón de hombre y de escritor.
Escribir es un ejercicio mágico. De alguna manera, los novelistas participamos de una segunda creación: la del mundo en el que deambulan nuestros personajes. Aunque aún es pronto, le diré que Albertino Guiotta se apodera con frecuencia de mis pulsos literarios y me pide enfrentarse a un suceso que inquieta mucho a nuestra sociedad moderna. Pero Luigi Monticone, desde el otro lado de mi corazón, le pide que le deje descansar.
Creo que es fácil de adivinar. | |||||
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