Ingmar Bergman. La muerte ganó la partida
Juan Orellana
El retrato de Dorian Gray

Oscar Wilde

 

 

 

 

 

Con su gran interrogante sin responder

        Antonius Block tuvo más fortuna. Supo llegar al jaque mate de la Muerte con la paz de haber encontrado un cierto sentido a su vida. Su creador, Ingmar Bergman, se ha ido con su angustia sin resolver.

        Con él se ha ido uno de los últimos existencialistas modernos. Después de él sólo queda postmodernidad light. Ha muerto uno de los últimos mohicanos del cine más sólido europeo del siglo XX. Quedan Rohmer, Olmi y Oliveira. Bergman llenó las salas de los cines y de los teatros de espectadores llenos de preguntas sobre el sentido de la vida, de la muerte, del dolor y de la existencia de Dios. Bergman luchó con su tradición luterana hasta hacerla trizas, transformando su pregunta religiosa en un grito sordo lanzado a la nada.

        Con él desparece lo que una generación entera de cinéfilos llamó “cine de tesis”, desaparece el que supo llevar a sus actores a las más altas cotas de la interpretación, el que situó al primer plano en la cumbre de los recursos expresivos.

        A lo largo de los años Bergman fue evolucionando, desde la búsqueda incansable de un alma metafísica hasta un ronco escepticismo desencantado. Sus grandes cuestiones filosóficas de sus primeros títulos dejaron paso a una obsesiva y asfixiante disección sin horizonte de las relaciones sentimentales. Una conciencia de culpa cerrada sobre sí misma se cierne sobre los personajes de sus últimas películas, incluso en las que sólo figura como guionista.

        Su gran testamento fue Fanny y Alexander, aunque no su última película. En aquella obra maestra, Bergman convocó a sus grandes temas para un último y sonado levantamiento de telón. La dirección artística más deslumbrante de toda su carrera arropó un repertorio de altura en el que se dieron cita cuestiones biográficas, dudas metafísicas, ajustes de cuentas y heridas sin curar. Todo ello para concluir con las siguientes palabras en boca de uno de los personajes: “Nosotros no hemos venido al mundo para desvelar sus misterios, no estamos equipados para semejantes menesteres y es mejor que ignoremos los grandes interrogantes, porque vivimos en nuestro pequeño mundo. Nos contentamos con eso. [...] Pero para ello es necesario saber hallar el placer en este nuestro pequeño mundo: buena comida, amables sonrisas, árboles frutales en flor, melodiosos valses...”

        De esta manera, Bergman se apeaba de su lucha con el misterio de Dios que tanto nos conmovió en El séptimo sello o Los comulgantes, y se declaraba vencido por el materialismo más romo. Aun así, Bergman es ya un monumento de la autoconciencia del hombre occidental del siglo XX. En él se conjugaron todas las contradicciones del europeo moderno, escindido entre una tradición religiosa en retirada y un nihilismo vencedor y disolvente. Ahora ya sabe lo que la Muerte le escamoteó en ese confesionario de El séptimo sello. Ahora ya no ve Como en un espejo. Ahora ya no necesita jugar al ajedrez para distraer a la muerte. Ya está en la Isla de Faro que nunca perecerá.