EL JAPÓN VISTO CON OJOS AZULES
 
¿PAELLA O SUSHI?
Publicamos, como primicia en castellano, este libro de D. Fernando Acaso que ha tenido tres ediciones en japonés y una en braille. En la foto, la portada original con un "retrato" del autor realizado por un alumno de 1º de primaria.

                                          ÍNDICE
Prólogo
Mi primer ofuro
El sabor del arroz
Clases de inglés
La primera romería a Nagasaki
El tifón de la Bahía de Ise
Universidad de Osaka de Estudios Extranjeros
La subida al monte Fuji
Seido Juku
Kyoto y Tokio
No quiero engañarme a mí mismo
El estudio del idioma japonés
Si empiezas a leer un libro, no lo dejes hasta la página 35
Refranes
Ateos religiosos
Un dólar son trescientos sesenta yenes
Nushima y Okuashiya
Amar al prójimo
Federación de Estudiantes Católicos
Asociación de amigos de la Unión Soviética
El párroco de la catedral de Kyoto
La olimpiada de Tokio y la cerveza
Los colegios Seido de Nagasaki
¿Educación mixta o diferenciada?

Esos genios vestidos de niño
Se bautizó toda la familia
Conventus
Cristianos de fin de semana
Defensor del Vínculo
Juan Pablo II en Nagasaki
El futuro del Japón
Epílogo

Fernando Acaso *
El diablo propone un brindis
La educación en peligro
Inger Enkvist
La Divina Comedia
Dante Alighieri
G.K. Chesterton: El apostol del sentido común
Dale Ahlquist
El sentido de Dios y el hombre moderno
Luigi Giussani
Política sin Dios
Padre Pio (DVD)
Carlo Carlei

PRÓLOGO

        Éste es el primer libro que escribo, cuando ya he cumplido 70 años.

        Un amigo japonés, director de una editorial, me dijo:

        —Fernando, tú que llevas aquí más de cuarenta años, ¿por qué no me escribes un libro de bolsillo con tus recuerdos e impresiones del Japón?

        Acepté intentarlo. Empecé a teclear en un ordenador japonés y, con las correcciones de Toshihiro Sakai, este libro se publicó en 2003.

        A mí me ha servido para revivir tantos sucesos y personas entrañables. Lo que no estoy seguro es si le servirá de algo al lector. Y menos aún al lector de esta traducción, porque el original lo escribí en japonés, pensando sólo en el lector japonés.

        Al traducirlo al castellano tengo que introducir algunos cambios en el original para explicar costumbres y términos japoneses. ...¡Pero no necesito permiso del autor!



MI PRIMER OFURO

         San Josemaría Escrivá (1902-1975), en su juventud pensó en venir a evangelizar en el Japón (Forja, n. 88). Pero en 1928 Dios Nuestro Señor le hizo ver el Opus Dei y su vocación de Fundador, y aunque conservó siempre su deseo de venir al Japón no le fue posible realizar su sueño.

         Era voluntad de Dios extender el Opus Dei por todo el mundo, y en 1958, accediendo a los ruegos de Mons. Taguchi, cardenal de Osaka, decidió enviar al Japón los primeros fieles del Opus Dei.

         A mí me llegó la noticia de esta decisión cuando me encontraba en Boston, recién emigrado a los Estados Unidos. Enseguida escribí a Mons. Escrivá, con el que había convivido en Roma, y le dije que podía contar conmigo para el Japón. Pronto me mandó recado de que aceptaba mi propuesta.

         Según los planes originales yo debería haber llegado al Japón antes de las Navidades de 1958, para celebrarlas con don José Ramón Madurga, español como yo y diez años mayor, que había llegado al Japón en noviembre. Pero justo el día que empezaba mi viaje, a principios de diciembre, se me produjo un neumotórax, tuve que hospitalizarme, y no pude llegar a Tokio hasta el 18 de enero de 1959.

         José Ramón vino desde Osaka a recibirme en Tokio. Hacía tanto frío que hasta los fosos del Palacio Imperial tenían una gruesa capa de hielo. José Ramón acababa de apalabrar una pequeña casa en Osaka que podríamos ocupar el primero de febrero. Hasta esa fecha nos alojamos en Tokio en una residencia para sacerdotes junto a las oficinas de la Conferencia Episcopal.

         Esta residencia no tenía ninguna calefacción, como no solían tenerla la casi totalidad de las casas. Allí se alojaban media docena de sacerdotes americanos recién llegados al Japón que acudían a clases de japonés. En la cena me sorprendió que algunos de ellos estuvieran en mangas de camisa mientras yo tiritaba de frío. Uno de ellos me dijo:

        —Padre Acaso, ¿por qué no toma el ofuro?

        —¿El qué?

         Y me explicó que se trataba del baño japonés. Un arca de madera, en la que sólo se cabe en cuclillas, con agua muy caliente. El agua es la misma para todos, o sea que hay que lavarse antes cogiendo agua del baño con una palangana. Meterse en el arca de madera es sólo por la temperatura.

        Éste fue mi primer ofuro. No sólo dejé de tiritar, sino que, hasta que me metí en la cama un par de horas después, me pareció estar en el paraíso.



EL SABOR DEL ARROZ

         José Ramón y yo pasamos casi dos semanas en Tokio. Visitamos al Nuncio y a muchas otras personas. El Nuncio estuvo muy cariñoso y paternal con nosotros. Nos transmitió un dicho muy extendido entre los extranjeros que viven en este país: Japan is soft on your feet but hard on your nose (El Japón es blando para tus pies, pero severo para tus narices). Lo de la blandura para los pies ya lo había experimentado. Excepto en edificios públicos, como tiendas u oficinas, aquí uno se quita los zapatos y se pone zapatillas nada más entrar en cualquier casa. En cuanto a los olores, ya me había advertido José Ramón que gran parte de Tokio no tenía todavía alcantarillado.

         Los excrementos caían en un pozo y, una vez al mes, venía un camión cisterna para absorberlos. Los extranjeros le llamaban con buen humor the honey truck (el camión de la miel). Más tarde pude experimentar que, según la dirección del viento, era posible adivinar su presencia a cientos de metros.

        Por fin, el 30 de enero por la mañana cogimos el tren hacia Osaka.

         Cerca del mediodía pasó por el pasillo un vendedor de cajitas de madera con comida. José Ramón compró dos cajas para cada uno y dos jarritas con té.

        —Fernando, hoy vas a saborear la comida japonesa por primera vez. Quizá no te hayas dado cuenta, pero en Tokio sólo hemos tomado comida occidental.

         José Ramón abrió una de las cajas de madera.

        —Éste es el arroz que los japoneses comen todos los días. Es arroz puro, cocido sin ningún aditamento. A nosotros extranjeros, cuando lo comemos por primera vez, no nos sabe a nada. Se podría decir que sabe a materia prima, aquello que estudiamos en la Cosmología. Pero esto no quiere decir que no sepa a nada; lo que comen a diario más de cien millones de japoneses tiene que ser muy rico ¿verdad? Dentro de una semana tu paladar será capaz de captar el sabor de este arroz, ya verás.

         Me quedé totalmente convencido. Entonces José Ramón abrió la segunda caja. Había trocitos de pescado, carne, legumbres… y un trozo de rábano de color amarillo chillón que emanaba un olor nada agradable.

        —Este rábano amarillo puede olernos mal al principio, pero dentro de una semana ya verás qué rico sabe junto con el arroz.

         Hice un nuevo acto de fe en José Ramón, que me servía el té.

        —Éste es el té japonés. Al principio nos sabe como a agua sucia. Pero es que los extranjeros no estamos acostumbrados a este delicado sabor.

         Y para terminar añadió:

        —En fin, ten paciencia y ofréceselo a Dios por la conversión de este país.

         En estos 44 años que llevo en Japón me he encontrado con muchos extranjeros que viven aquí y no se han acostumbrado a la comida japonesa. Yo, gracias a José Ramón, me acostumbré en una semana, y he aprendido de él muchísimas cosas. José Ramón murió el 29 de junio de 2002 con 79 años de edad. Ha sido para mí más que un hermano mayor, más que un padre, y me consta que me sigue ayudando desde el Cielo. ...Pero me he quedado sin saber quién enseñó a José Ramón aquellos razonamientos que me hizo sobre la comida japonesa en aquel tren camino de Osaka. Llegó al Japón sólo dos meses antes que yo.



CLASES DE INGLÉS

         Al terminar la segunda guerra mundial el Opus Dei empezó a extenderse por muchos países de casi todos los continentes, y para abrir brecha en Japón no podíamos contar con ayuda económica. Teníamos que ganarnos el pan de cada día para aprender japonés, evangelizar a nuestro alrededor y buscar vocaciones de japoneses para el Opus Dei.

         Para ganarnos la vida, José Ramón ya tenía planeado dar clases de inglés, y había apalabrado varios alumnos a los que empezamos a dar clases nada más instalarnos en la casa que alquiló.

        José Ramón había hecho el doctorado de ingeniería en la Universidad de Dublín y había trabajado varios años en la compañía estatal irlandesa de electricidad. Después de ordenado sacerdote y de obtener un doctorado en Roma, fue Consiliario del Opus Dei en los Estados Unidos durante cuatro años. Estaba por tanto más que capacitado para enseñar inglés. Pero yo viví en Boston menos de tres años, y tenía que preparar mis clases con esmero. Casi todos los días nos venían unos pocos universitarios y profesionales jóvenes. Su interés por aprender inglés era un buen estímulo para enseñarles lo mejor posible. Y además del interés por el inglés se les veía felices de poder tratar a occidentales, y aprender la cultura occidental de primera mano. Era muy fácil hacerse amigos. Muchos domingos íbamos de excursión con ellos, y no faltaron ocasiones de hablarles del cristianismo.

         En Japón había verdadera hambre por aprender a hablar inglés. En los colegios sólo se enseñaba inglés a partir de la enseñanza secundaria, y sólo enseñaban a traducir con la ayuda del diccionario. Los japoneses pensaban que para aprender a hablar inglés había que aprenderlo de extranjeros. Para enseñarlo no era necesario ser nativos de un país de habla inglesa; bastaba con tener cara de occidental. Suponían que todos los occidentales hablaban el inglés. En aquel entonces la mayoría de los sacerdotes en Japón eran occidentales, y casi todos enseñaban inglés, como medio de atraer a los japoneses a la Iglesia, aunque no lo enseñaran muy bien.

         José Ramón ya había averiguado los libros de texto que más se usaban. Pronto nos dimos cuenta que estaban escritos para nativos del francés o del español, pero los japoneses necesitaban aprender y ejercitarse en el uso de los artículos (the, a, an) y del singular y plural, que no existen en el japonés. Esto nos llevó a soñar con llegar a editar libros de texto a medida de las necesidades de los japoneses. Pero esto suponía empezar por un estudio serio de lingüística comparada. En otras palabras: montar un instituto de idiomas modernos. Y este sueño no se nos iba de la cabeza. Al contrario, cada día le encontrábamos más alicientes. No sólo contribuiríamos a mejorar la enseñanza del inglés en Japón, sino que podíamos ayudar a los misioneros que enseñaban inglés.

         A los pocos meses empezamos a dar los primeros pasos para convertir el sueño en realidad. Me adelanto en el orden cronológico de este relato, pero vale la pena seguir con este tema de las clases de inglés.

         José Ramón y yo conocimos en los Estados Unidos a un inglés, laico del Opus Dei, que acababa de terminar su doctorado. Le contamos por carta nuestro sueño y vino al Japón, después de estudiar enseñanza de idiomas extranjeros con un famoso lingüista. También vinieron tres americanos y en 1965 abrió sus puertas Seido Language Institute. Nuestro sueño se hizo realidad... sólo en parte, porque se trataba de elevar el nivel nacional de la enseñanza del inglés y conseguir que se enseñara desde la escuela primaria. Sólo ahora, cuando escribo estas líneas, el Ministerio de Educación ha empezado a tomarse en serio esta tarea, y a este cambio del Ministerio han contribuido muchas otras personas y entidades.



LA PRIMERA ROMERÍA A NAGASAKI

        Ya antes de venir al Japón procuré informarme sobre mi nuevo país, especialmente sobre la historia de la Iglesia Católica en estas tierras. Me había impresionado el encuentro en Nagasaki de los católicos —que conservaron la fe durante 250 años de persecución sin ningún sacerdote— con el Padre Petitjean. Desde nuestra llegada al Japón ansiábamos con ir de romería a Nagasaki.

         Quizá valga la pena hacer un inciso aquí sobre este histórico encuentro en Nagasaki del Padre Petitjean con los supervivientes de los católicos del siglo XVI y XVII. Desde la llegada de San Francisco Javier en 1549 —aunque sólo estuvo dos años— la Iglesia echó raíces profundas. En menos de un siglo llegó a haber tantos cristianos como en la actualidad (400.000), aunque la población era un tercera parte de la actual (120.000.000). Pero por una serie de razones —el miedo a convertirse en una colonia occidental, preservar la frágil paz interna, etc. — se desencadenó una sangrienta persecución que causó más mártires quizá que en Europa durante los tres primeros siglos de nuestra era. En menos de cien años, desde la llegada de San Francisco, no quedó en Japón un sólo sacerdote, pero muchos cristianos se las arreglaron para vivir la fe en secreto y transmitirla a sus hijos, mientras rezaban sin cesar para que llegaran sacerdotes para poder confesarse y recibir la Sagrada Eucaristía. A mediados del siglo XIX, el gobierno japonés se vio forzado a abrir el muro con que se habían aislado de otros países, y concedieron a las potencias occidentales terrenos para consulados; también en Nagasaki. Los sacerdotes de la Misión de la Diócesis de París esperaban esta oportunidad, porque había rumores en Europa de que los católicos de Nagasaki seguían practicando su fe. En el terreno del consulado francés construyeron una iglesia muy llamativa, pero los católicos no aparecían. El 17 de marzo de 1865 se presentaron una docena de mujeres que querían ver la iglesia. El P. Petitjean les abrió la puerta, se arrodilló ante el sagrario y —como consignó en una carta esa misma noche— pidió al Señor en su corazón elocuencia para catequizar a esos paganos. Una de las mujeres le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo que su corazón y el de ellas era el mismo. No lo entendió bien, y la mujer le preguntó dónde estaba Santa María. Esta fue la palabra clave que le permitió encontrarse con católicos japoneses. Y ésta es la fecha que en el calendario litúrgico del Japón se titula Memoria de Santa María del encuentro con los fieles japoneses.

         Estas mujeres contaron emocionadas este encuentro a los demás cristianos, pero muchos no les creyeron. Habían pasado siete generaciones y los protestantes se habían establecido también en la ciudad. Pocos días después un cristiano entró en la residencia del P. Petitjean fingiendo vender pescado y preguntó por la esposa del P. Petitjean. Comprobó que éste era célibe y también de que le mandaba el Papa de Roma.

        —Estos sacerdotes veneran a Santa María, son célibes y les ha mandado el Papa, luego estos son los nuestros.

        En pocos meses decenas de miles de católicos pudieron volver a confesarse y a recibir la Comunión.

         Aprovechando un puente de nuestro primer mes de mayo en Japón, José Ramón y yo hicimos planes detallados para un viaje de tres días a Nagasaki. Por tren y ferry llegamos a la isla de Shikoku, donde un amigo sacerdote esperaba nuestra visita y cenamos con él. A medianoche nos llevó al puerto donde hacía escala el barco de la travesía nocturna desde Osaka a Kyushu, la isla donde está Nagasaki. Nada más entrar en el barco nos quitamos los zapatos, y nos llevamos una sorpresa inolvidable.

        — ¡Pero si esto parece el Arca de Noé!

         Es que en vez de camarotes, había una sola cámara inmensa de tatamis que ocupaba todo el fondo del barco. Estaba llena de gente en ropa interior que, medio envueltas en mantas alquiladas, dormitaban desde su salida de Osaka. Sorprendidos por los dos extranjeros de negro riguroso que descendían hacia ellos, se fueron despertando y nos miraban con una curiosidad irrefrenable, sin percatarse que los sorprendidos éramos nosotros. Nos sentamos en un rincón intentando digerir lo que acabábamos de ver.

         Desde nuestra llegada al Japón ya habíamos observado que, en los viajes largos en tren, algunos hombres se quitaban los pantalones, los doblaban cuidadosamente, y se quedaban en unos calzoncillos que cubren hasta debajo de las rodillas: algo así como los que se usan para el judo, pero más finos. Y, después de extender un periódico en el suelo, se quitan los zapatos. Esto último ya había empezado yo a imitarlo. Pero el espectáculo de este barco fue todo un shock cultural.

         La mañana siguiente desembarcamos en Beppu, dijimos Misa y desayunamos con el párroco italiano. Un tren a vapor nos introdujo por las montañas a través de un valle estrecho y tortuoso de singular belleza. En Tosu, nudo de los ferrocarriles de Kyushu, cambiamos de tren y dimos con el andén donde pararía el tren con destino a Nagasaki. En ese mismo andén había un tren larguísimo lleno de alumnos de secundaria que hacían el viaje de estudios. José Ramón y yo éramos los únicos que transitábamos por el andén, y, según íbamos pasando, por cada ventana de aquel tren se asomaban una decena de cabezas peladas con el uniforme negro del colegio, y gritaban:

        — ¡Americanos! ¡Americanos!

         Después de la sorpresa inicial comprendimos que estos buenos chicos veían un occidental seguramente por primera vez.

         Ya de noche llegamos a Nagasaki y nos fuimos en taxi al hotel en el que habíamos reservado habitación. La mañana siguiente fuimos a la catedral y dijimos Misa. Para enseñarnos Nagasaki habíamos conseguido, por medio de un amigo de Osaka, que el Prof. Yakichi Kataoka, ferviente católico y renombrado historiador fuera nuestro cicerón en inglés. A la hora convenida nos estaba esperando junto a la imagen de Santa María Madre del Japón, frente a la entrada de la catedral.

         Aquel día llovía en Nagasaki. En vez de paraguas, traíamos unos impermeables de plástico que habíamos comprado por un precio irrisorio antes del viaje. Envueltos en los impermeables nos felicitamos por nuestra buena idea. Pero cuando nos paramos a comer caímos en cuenta que estábamos más mojados por dentro que por fuera. Ésta fue nuestra primera experiencia de la humedad del Japón. Desde entonces no he vuelto a usar impermeables de plástico. Japón es el país de los paraguas: alguien calculó que hay cinco paraguas por cada japonés.

         En el lugar donde crucificaron a los primeros 26 Santos Mártires del Japón hoy se levanta un magnífico monumento, un museo y una iglesia. Pero en aquellas fechas sólo había un solar cercado. El Prof. Kataoka nos contó con detalle el martirio, y pedimos emocionados por la conversión del Japón.

         Ese mismo día cogimos un tren y, después de 24 horas de trasbordos y peripecias, recomenzamos las clases de inglés en nuestra casita de Osaka. Por consejo del Prof. Kataoka compramos dos réplicas de los fumie: que literalmente significa imágenes para pisar. Eran dos medallones de la Virgen de Guadalupe que, durante la persecución, la policía usaba todos los años para obligar a pisarlos a los sospechosos de ser cristianos. Los colocamos en el retablo de nuestro oratorio.



EL TIFÓN DE LA BAHÍA DE ISE

         En el día más caluroso de agosto de 1959 llegó al Japón don José Antonio Armisén, procedente de los Estados Unidos. Ocupó la tercera habitación de la casa, y los tres continuamos estudiando japonés y enseñando inglés.

         Estaba empezando a terminar la canícula húmeda del Japón cuando, el 26 de septiembre, el histórico Tifón de la Bahía de Ise asoló gran parte del Japón. Para los tres era el primer tifón de nuestras vidas. También hay tifones en Estados Unidos, pero ninguno se había cruzado con nosotros.

         El día 25, como todos los días, nos pusimos a estudiar japonés cada uno por su cuenta. A media mañana nos extrañó oír martillazos en los jardines de las casas vecinas. Nos asomamos y vimos que estaban clavando tiras de madera encima de las contraventanas. Les preguntamos con nuestro rudo japonés qué pasaba y nos dijeron que se acercaba un tifón.

         Encendimos la radio pero no entendimos nada. Además, no se había instalado todavía el radar en lo alto del Monte Fuji, y los pronósticos eran ambiguos. Menos mal que José Ramón, que sabía algo sobre los tifones, preguntó a un conocido del barrio, y comenzamos los preparativos para el tifón. Mientras José Antonio y yo llenábamos las ollas de la cocina y la bañera con agua, y cerrábamos las persianas con clavos, José Ramón fue a comprar velas y latas de comida.

         El cielo se cubrió de nubes y empezó un viento fuerte acompañado de aguaceros. Aquella noche no dormimos. Pensamos que el viento se llevaba el techo de la casa. De madrugada el viento amainó y paró de llover. Excepto por la lluvia que se metió entre las tejas en un armario empotrado, habíamos salido ilesos.

         Conseguimos conectar la radio con una estación en inglés de las fuerzas americanas, y nos fuimos enterando de los daños causados. A los pocos días se supo que habían muerto 5.918 personas, casi todos en una zona alejada de la nuestra.

         Voy a añadir un recuerdo algo pintoresco de aquel tifón. Aquella casa alquilada estaba rodeada de un minúsculo jardín con un sólo árbol de caquis enfrente de la terraza. A principios de agosto empezaron a madurar varias decenas de caquis que pensábamos comernos en octubre. Pero cuando salimos al jardín después de aquella aciaga noche comprobamos que todos estaban en el suelo aún verdes. Cuando hicimos la limpieza del jardín los tiramos con cierta nostalgia: nos quedamos sin saborear aquellos caquis.



UNIVERSIDAD DE OSAKA DE ESTUDIOS EXTRANJEROS

        Pocas semanas después de llegar yo al Japón conocimos al Prof. Kunisawa, decano de la Facultad de Español de la Universidad de Osaka de Estudios Extranjeros. Era un ferviente protestante y nos rogó que empezáramos Clases de Biblia semanales en inglés y español en su universidad. Él se encargó de importar la edición del Nuevo Testamento que le indicamos, y de hacer propaganda de estas clases entre los alumnos. Se trataba por supuesto de una actividad extracurricular.

         Se apuntaron y pagaron por los libros una veintena de estudiantes para cada clase. Nos sorprendió su interés, y no había barrera del idioma porque hablaban español o inglés. Algunos domingos venían por casa, nos hicimos amigos, y varios años después cinco de ellos se hicieron católicos. De estos cinco, cuatro llegaron a ser profesores de universidad, y el quinto entró en el cuerpo diplomático.

         Para llegar a hacernos amigos fuimos con frecuencia de excursión. Con los de español cantamos muchas canciones. Me llevaron a un tipo de café, que se estilaba entonces, donde todos los que entraban cantaban canciones juntos. En cada mesa había unos libritos para cada uno con las letras. En el escenario, un semiprofesional, con la ayuda de la guitarra, dirigía las canciones que coreábamos más de un centenar de personas.

         Uno de aquellos estudiantes me invitó a pasar una noche en casa de sus padres. Era una casa de campesinos, con más de cien años, muy alejada de cualquier ciudad. Aquel par de días aprendí muchas cosas que los libros no enseñan. No se me olvidará la cena, sentados todos en el tatami rodeando el irori, el hogar incrustado en el suelo. Ni tampoco cuando al amanecer tuve que salir fuera a lavarme junto al pozo. El Japón fue, hasta hace relativamente poco, un país pobre, comparado con Europa.

         El trato con aquellos estudiantes me enseñó muchas cosas del Japón y me ofreció ocasión de empezar mi labor de evangelización.



LA SUBIDA AL MONTE FUJI

         Con dos estudiantes católicos subí por primera vez al Fuji en julio de 1959. En aquellos tiempos sólo se podía decir Misa por la mañana. Nos alojamos en el único pueblo en la falda de la montaña que tenía iglesia. Después de decir la Misa muy temprano, un autobús, muy pequeño pero potente, nos subió hasta cerca de los dos mil metros sobre el nivel del mar por un camino de rocas con curvas continuas. Fue algo así como subirse a un tobogán en un parque de atracciones, pero duró casi dos horas, y el autobús no tenía raíles. Varias veces pensé que íbamos a caer por algún barranco. Al bajarnos del autobús empezamos a caminar por un camino tortuoso cada vez más empinado, junto con muchos otros excursionistas que nos precedían o nos seguían. Pronto desaparecieron los matorrales. La punta del Fuji es como un montón inmenso de escoria rojiza de carbón. Al atardecer, cerca de los tres mil metros, entramos en un albergue muy primitivo, para pasar la noche. Toda la superficie de la única habitación tenía suelo de tatami y allí nos colocamos unas cuarenta personas como sardinas en lata. Nunca he experimentado nada tan cercano al sentido literal de esta expresión, excepto que se trataba de personas humanas y no de sardinas. No pegué ojo. Hacia las tres de la mañana nos pusimos todos en camino con linternas en fila india, porque todos queríamos ver salir el sol desde la cumbre.

         El paisaje, mientras subíamos hacia el refugio la tarde anterior, era impresionante. El Fuji, con sus 3.776 metros de altura, el monte más alto del Japón, está cerca del mar, y no tiene ninguna montaña a su alrededor. Era como las vistas desde un avión. Se veía el pueblo donde pasamos la noche anterior y, al anochecer, a menos de cien kilómetros, brillaba Tokio y la franja de mar donde se concentra gran parte de la población del Japón.

         Llegamos a la cumbre poco después del amanecer y esperamos tiritando de frío a que saliera el sol. No me siento capaz de describir aquella salida de sol. Únicamente reseñaré que entendí el por qué de la bandera nacional japonesa. Desde tiempos inmemorables una gran parte de los japoneses han vivido contemplando el Fuji, y todos los veranos suben decenas de miles. Hay relatos de estas subidas de hace ochocientos años. Incluso ahora por las noches, desde la falda, es posible ver regueros de luces, como gusanos de luz, de los que trepan hacia la cima.

         Después de la salida del sol, dimos una vuelta al cráter, un paisaje lunar pero con nieve. El dar la vuelta a aquel cráter es algo que no se olvida. Para bajar del monte empezamos por la senda zigzagueante por la que subimos. Pero muy pronto los que nos precedían se metieron por una hendidura llena de arena rojiza. Más que andar era como patinar. Con cada paso avanzábamos casi diez metros. Y nos vino muy bien porque tenía que decir la Misa antes del mediodía. ...Y desde la medianoche, para poder comulgar, sólo pudimos beber agua.

         He vuelto a subir al Fuji más de diez veces. Cuando vivía en Kyoto empezó a funcionar El Tren Bala y desde la estación más cercana al Fuji suben autobuses sobre carreteras asfaltadas hasta los dos mil metros. Y para colmo de lujos se podía decir Misa por las tardes y comer hasta tres horas antes de la Comunión.

         Según un dicho japonés El que sube dos veces al Fuji está loco. Yo debo estar loco porque me encanta subir al Fuji. La verdad es que me hubiera gustado más ir a los Alpes japoneses, pero al Fuji podía ir sin dejar de decir Misa ningún día.

        En una de aquellas excursiones nos tocó subir metidos en una extraña nube y empezaron a dispararse relámpagos mudos que rebotaban en los bordes de la nube en que nos habíamos metido. Deberíamos haber sentido miedo porque cada varios años mueren algunas personas electrocutadas en estas laderas. No sentimos miedo porque no lo sabíamos y porque estábamos embelesados por aquel espectáculo que rebosaba nuestra imaginación.

         En otra de aquellas excursiones subimos con tan buen paso que, en vez de pararnos en el albergue antediluviano, seguimos hasta la cumbre donde los refugios son más amplios. Antes de entrar en el refugio pudimos ver el espectáculo singular del cráter entrando en la noche. La nieve parecía no querer oscurecerse. En el refugio nos asignaron una especie de cueva del tamaño justo para los cinco que íbamos. En plena euforia nos dispusimos a cenar, pero antes de probar bocado nos entraron ganas de vomitar y, con un dolor de cabeza muy agudo, nos tendimos en el suelo. Esto era el mal de montaña, del que habíamos oído hablar. Fue un error subir de un tirón.

         La última vez que subí al Fuji fue a finales de agosto, justo el día antes que cerraran los refugios. Esta vez paramos en un refugio cerca de donde se acaba la carretera porque empezó a llover. El día siguiente había dejado de llover, vimos la salida del sol desde la puerta del refugio, y decidimos subir a la cumbre. Cuando nos acercábamos nos encontramos con una blanda capa de nieve de unos cinco centímetros. El día siguiente, todos los periódicos anunciaban la primera nevada en el Fuji, más temprana que nunca. A los dos meses las autoridades de la meteorología desmentían la noticia y anunciaron que fue la última nevada de la primavera anterior.



SEIDO JUKU

         En septiembre de 1959 decidimos mudarnos a una casa grande que sirviera como residencia de universitarios y academia de idiomas. Como no teníamos dinero para comprar una casa buscamos una en alquiler. Después de muchas pesquisas, en octubre la encontramos en la pequeña ciudad de Ashiya, justo entre Osaka y Kobe. Era una casa de dos pisos, de factura tradicional japonesa. Casi todas las habitaciones eran de tatami y no eran necesarias camas ni casi ningún mobiliario.

         Un amigo, profesor de la Universidad de Osaka, nos aconsejó llamarla Seido Juku, y poner este rótulo en el portón de entrada al jardín. Nos explicó que Seido es el antiguo nombre de la ciudad, y juku significa algo así como academia-residencia.

         Ashiya está muy bien comunicada. Tres líneas de trenes urbanos pasan por esta ciudad. Dos habitaciones las convertimos en dos aulas para doce alumnos cada una. Tuvimos que poner cubiertas de plástico duro sobre los tatamis para no dañarlos, y compramos sillas plegables con una pequeña superficie para poner algún libro y poder tomar notas. El distribuidor de periódicos de aquella zona, nos insertó unas hojas anunciando las clases y nos vinieron muchos alumnos. También nos vinieron residentes a través de nuestros amigos.

         La academia de idiomas fue creciendo hasta independizarse con el nombre de Seido Language Institute, en edificio aparte y como una sociedad civil. Pero ya desde el principio, tanto la academia como la residencia fue ocasión de muchas conversiones. En 1960 llegaron las primeras mujeres del Opus Dei y abrieron una residencia de estudiantes desde el principio. Cuando los residentes y alumnos mostraban deseos de bautizarse, después de estudiar el Catecismo, los presentábamos al párroco más cercano a su residencia, y recibían el bautismo en la parroquia, o en nuestros oratorios, si su familia vivía lejos. También nos llegaron vocaciones al Opus Dei, tanto de célibes como de casados. Llegó un momento en que los sacerdotes de la Prelatura redujimos las clases de idiomas para dedicarnos a nuestra misión de atender pastoralmente a los fieles del Opus Dei y a los catecúmenos.

         En Seido Language Institute, a aquellos primeros profesores ingleses y americanos se unieron otros especialistas, japoneses y extranjeros, católicos y no cristianos, y elaboraron libros de texto y casetes, que tuvieron muy buena acogida en muchas escuelas y universidades de todo el país. También los usan sacerdotes y religiosas. Cuando escribo estas líneas aquel boom del inglés está en declive; en parte porque ya se enseña mejor en las escuelas estatales, y porque son cada vez más los japoneses que han nacido y vivido en países extranjeros.



KYOTO Y TOKIO

        Al principio de los años cincuenta José Ramón y yo estudiamos Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás en Roma. José Ramón hizo amistad con un sacerdote americano que, cuando llegamos a Osaka, era Canciller de la diócesis de Kyoto. Después de visitarle un par de veces, el obispo nos pidió poner un centro en Kyoto para la labor con estudiantes.

         En 1963 se inauguró Yoshida Student Center, academia-residencia, en el centro de las muchas facultades de la ex imperial Universidad de Kyoto. Nos fuimos a vivir allí Antonio Mélich, periodista, David Sell y yo. David Sell es uno de aquellos americanos que he mencionado antes. Hizo sus estudios en la Universidad de Kyoto y llegó a obtener un doctorado en lingüística. A mí me contrataron para dar clases de español un par de días por semana en la Universidad de Kyoto de Estudios Extranjeros y ayudé en varias labores diocesanas. De la labor de Yoshida Student Center salieron numerosas conversiones y vocaciones.

         Muchos de estos estudiantes, al acabar la universidad, se trasladan a Tokio para empezar su labor profesional. Para continuar el trato con los que se habían bautizado y los que estaban cercanos al bautismo, durante dos o tres años viajé a Tokio casi todos los meses. Allí me acogió con gran afecto el P. Sawada, consiliario de la Federación Nacional de Estudiantes Católicos, y usaba su capilla.

         Como es natural, en toda labor de evangelización, junto con la enseñanza del cristianismo hay que impartir formación en las virtudes humanas. Tanto a los catecúmenos, como a los católicos, hay que ayudarles a que cojan el hábito de levantarse a la hora en punto, y también a que hagan un breve examen de conciencia por la noche preguntándose qué han hecho bien y qué han hecho mal ese día, y qué pueden hacer mejor el día siguiente.

         Este párrafo es una introducción para contar un sucedido en Tokio. Hablaba con un muchacho que acababa de entrar en el cuerpo diplomático. Me contaba sus esfuerzos para vivir la vida de fe recién adquirida, y me dijo.

        —Don Fernando, perdóneme porque este mes he sido bonzo de tres días.

         Es una expresión muy frecuente en Japón para indicar inconsistencia en los buenos propósitos.

        —No te preocupes, todos los humanos somos bonzo de tres días. Lo importante es poner en práctica lo de caer siete veces y levantarse ocho.

         Caer siete veces y levantarse ocho es una antiquísima expresión japonesa que casi coincide con la de la Biblia de que El justo cae siete veces y otras tantas se levanta. Ya tendré ocasión de referirme a este tipo de coincidencias que me han llevado a pensar que, a pesar de las diferencias culturales e históricas, todos los humanos somos asombrosamente iguales.

         Cuando el mes siguiente volví a ver a este joven diplomático me llevó a su habitación en una residencia del Ministerio para oficiales solteros. En la pared encima de la cama había un papelón escrito por él mismo con un rotulador, en el que se leía en grandes letras: Tengo que ser todos los meses diez veces bonzo de tres días. Tres por diez, treinta.

        
Este sucedido lo he contado con frecuencia. Una vez un chico me preguntó.

        —Don Fernando, y ¿si un mes tiene 31 días?

         Me pareció un poco escrupuloso y le dije.

        —Pues ese día de más te tumbas a la bartola, y no te preocupes.



NO QUIERO ENGAÑARME A MÍ MISMO

         En estos viajes mensuales a Tokio, también atendía la labor de las mujeres del Opus Dei. A ellas y a sus amigas les predicaba y les confesaba. En una de estas ocasiones una señora me pidió que me pusiese en contacto con su hijo. Éste había vuelto a Japón después de hacer estudios de graduado en Inglaterra, acababa de casarse y quería ser novelista. Mientras ayudaba a un novelista famoso, enseñaba inglés en una universidad. Su madre no pudo bautizarle cuando nació porque su marido no cristiano se opuso. Nunca dejó de rezar por él, y pocos días antes su hijo le había dicho que quería bautizarse.

         Le llamé por teléfono esa misma tarde, y el día siguiente fui a verle a su casa.

        —Don Fernando, para escribir novelas tengo que ser capaz de penetrar en el corazón del hombre. Pero antes tengo que ser capaz de penetrar en el mío. Y esto no es nada fácil. Ser sincero con uno mismo es dificilísimo. Cuando lo intento, enseguida encuentro excusas y me engaño a mí mismo.

         Yo no hacía más que asentir a todo lo me decía, y prosiguió:

        —Los católicos, en la Confesión, se acusan de sus pecados al sacerdote ¿verdad? Si lo que yo encuentro en mi conciencia se lo digo al sacerdote, me daré cuenta si me engaño o no. Mi madre ha intentado siempre que me hiciera católico, pero este razonamiento que le acabo de contar me ha hecho decidirme a recibir el bautismo. ¿Le parece suficiente? ¿Qué he de hacer?

         Le di las señas de un sacerdote amigo de Tokio, y le llamé por teléfono para ponerle en antecedentes del joven profesor que iría a visitarle.

         Por diversas rezones, mis contactos con este catecúmeno se limitaron a un breve encuentro cada varios meses, y al cabo de un año seguía sin bautizarse. Nos escribíamos por Año Nuevo, y cuando dejé de ir por Tokio, a los tres o cuatro años de aquel primer encuentro, me comunicó que se había bautizado con su mujer y su niño.

         Nunca se me olvidará lo que aprendí de este catecúmeno: que gracias al Sacramento de la Confesión, no sólo se nos perdonan los pecados, sino que logramos ser sinceros con nosotros mismos.



EL ESTUDIO DEL IDIOMA JAPONÉS

         Ya he contado al principio de este relato que antes de venir al Japón se me produjo un neumotórax y tuve que hospitalizarme casi un mes. Cuando le comuniqué a José Ramón que se retrasaba mi llegada al Japón, me escribió una carta muy cariñosa y en correo aparte me llegó un libro titulado Japonés en cuatro semanas. El título me gustó, pero la primera lección empezaba con una lista de vocabulario en que, junto a palabras como apple y uncle, aparecían unos signos endiablados que me dejaron perplejo y desesperanzado.

        —Nunca aprenderé japonés, me dije.

        Gracias a Dios enseguida recuperé la fe de que aprendería japonés, pero decidí dejar el estudio del japonés hasta que llegara al Japón.

         Nada más mudarnos a aquella pequeña casa el 1 de febrero de 1959 nos pusimos a estudiar japonés por nuestra cuenta. La única escuela de japonés para extranjeros estaba en Tokio, a más de 800 kilómetros.

         Tenía ya experiencia de haber estudiado italiano e inglés y, aplicando la lógica de José Ramón sobre la comida japonesa, pensé que el idioma que hablan cien millones de japoneses sería posible llegar a manejarlo …con codos y la ayuda de Dios.

         Me hablaron de un joven profesor de la Universidad de Osaka de Estudios Extranjeros que sabía inglés y tenía experiencia de dar clases particulares de japonés a extranjeros. Además vivía cerca de nuestra casa. Le llamé por teléfono para ir a verle pero insistió en venir él a nuestra casa. Durante dos meses vino a darme clases privadas por un precio muy razonable. Luego me enteré que su insistencia por venir él a nuestra casa se debía a que vivía en un piso pequeñísimo y tenía un niño recién nacido.

         Me consiguió un libro de texto que, sin pretender enseñar el idioma en cuatro semanas, era muy asequible y noté que progresaba. No pudo seguir viniendo, pero continuamos estudiando por nuestra cuenta muchas horas al día. Cuando me enredaba y no entendía, le preguntaba a José Ramón, que progresaba más rápido que yo.

         En aquellas primeras semanas, el momento más esperado para nosotros era la llegada del cartero. El descifrar aquellas tarjetas postales era todo un suspense. Primero teníamos que poner la tarjeta de pie, y no pies arriba. Aunque por aquel entonces no había todavía código postal, no era difícil distinguir el lado de nuestras señas del lado del mensaje. El siguiente paso era buscar números, que ya habíamos aprendido. También sabíamos manejar un diccionario de caracteres chinos. Buscábamos los que venían en letras más gordas, y nos enterábamos que se trataba, por ejemplo, de la factura de la electricidad. El siguiente paso era más difícil porque se trataba de distinguir la cifra del número del contador del precio de la factura. Al cabo de un buen rato coronábamos nuestros esfuerzos y llegamos a estrecharnos las manos para felicitarnos por nuestra hazaña. Quizá sea una exageración, pero tengo la impresión de que aprendimos tanto japonés gracias al cartero que con los libros de texto.

         Mientras estudiaba Derecho en Roma intentaba aprender inglés. Gracias al diccionario logré leer algo de inglés, pero no veía forma de llegar a hablarlo. Un irlandés compañero de estudios, que hablaba varias lenguas, me dio el siguiente consejo:

        —Mira Fernando, lo que tienes que hacer es leer un libro interesante sin mirar el diccionario.

        —¡Pero qué dices!, ¿sin diccionario?

        —Así como lo oyes, ¡sin diccionario! Haz una prueba: pon una rayita a lápiz en el margen de la línea en que haya una palabra que no entiendes, y luego escribe a pie de página cuántas palabras no has entendido.

         Lo decía tan seguro de sí, que decidí probar. Al principio más bien para demostrarle que estaba equivocado. Pero resultó que escogí un libro muy interesante y, según avanzaba, pude comprobar que la cifra de palabras desconocidas bajaba. Hacia la página 30 ya sólo había dos o tres palabras. Acabé por darme cuenta que no se trataba de poder traducir al español cada una de las palabras sino de entenderlas en el contexto.

         Al año y medio de llegar al Japón decidí aplicar este método al japonés. Primero me enteré de la novela de detectives que más se vendía. Adquirí un ejemplar y me puse a leerla. Para enterarme de quién era el criminal logré llegar al final, sin usar el diccionario. Me di con canto en los dientes y bendije a mi amigo irlandés.

         Desde entonces he seguido leyendo libros en japonés. Hace unos diez años hice un impreso titulado Libros recomendados por el P. Acaso. Lo reparto a diestro y siniestro porque se trata de libros que pueden ayudar como introducción al cristianismo. Lo reedito cada año. Acabo de cambiar el título; ahora es Libros y DVDs recomendados por el P. Acaso. Ahora mis lecturas están más bien orientadas a poner al día este impreso.



SI EMPIEZAS A LEER UN LIBRO, NO LO DEJES
HASTA LA PÁGINA 35

         En un libro de Minoru Hamao leí algo que cambió mis hábitos de lectura. Minoru Hamao, católico muy ferviente, fue preceptor del actual emperador. Cuenta en ese libro que su única distracción era comprar libros al salir de sus servicios en el Palacio Imperial. Era también lo único que compraba, porque desde sus calcetines a la crema de afeitar se lo compraba su esposa. Pero un buen día se encontró con que tenía en casa muchos libros que no había llegado a leer. Le pareció un despilfarro, se propuso moderar su impulso al comprar libros, y se fijó el siguiente lema:

        —Esperar una semana antes de comprar un libro.

         Cuando encontraba un libro que le apetecía leer, se apuntaba el título en la agenda, y pasada una semana, muchos libros ya no le parecían tan interesantes.

         Este consejo me lo apliqué a mí mismo, y no sólo para comprar libros. Me ha dado muy buen resultado.

         Minoru Hamao también aconsejaba otro principio:

        —Si empiezas a leer un libro tienes que acabarlo.

         Dudé si seguir este consejo. Ciertamente hay muchos libros que empiezo a leer, y si me resultan aburridos los dejo. Pero si me proponía este principio, iba a coger miedo a empezar a leer un libro.

         Seguía con estas dudas y pedí consejo a un amigo. Éste me dijo que él seguía otro principio:

        —Si empiezas a leer un libro, no lo dejes hasta la página 35.

         Le pregunté por qué hasta la página 35 y no hasta la 40 o la 30. Me dijo que no lo sabía; que así le aconsejó un profesor en el bachillerato y que a él le había dado buen resultado.

         Empecé a seguir este consejo y le estoy muy agradecido a aquel amigo. Me ha ocurrido varias veces que al llegar hacia la página 20, el libro me parecía un tostón y me daban ganas de dejarlo, pero he seguido hasta la página 35 y me ha resultado entretenido hasta el final. ...Pero con frecuencia al llegar a la página 35 he dejado de leer muchos libros.



REFRANES

         Tanto al aprender italiano como inglés, noté que los refranes son muy útiles para transmitir un pensamiento. También al estudiar japonés busqué refranes y me encontré con un Diccionario de Refranes. Algunos, como El tiempo es oro, parecen ser comunes a todos los idiomas. Pero también me encontré con algunos peculiares del Japón. Un amigo que supo de esta afición mía me preguntó:

        —¿Cuál es el refrán japonés que más le gusta?

         Casi sin pensarlo le dije uno que se podría traducir así al japonés:

        —Los hoyuelos que deja la viruela en las mejillas son como los hoyuelos de una sonrisa.

         Recuerdo que cuando me encontré con este refrán no lo entendí. Sobre todo porque aparecía por primera vez el carácter chino para los hoyuelos que deja la viruela. Y cuando lo busqué en el diccionario me quedé asombrado de que en japonés y chino, se pudiera decir tanto con un solo carácter. En un diccionario más extenso de refranes encontré la explicación: el refrán original era más extenso.

        —A ojos enamorados, los hoyuelos que deja la viruela en las mejillas son como los hoyuelos de una sonrisa.

         Pero ¿por qué respondí sin demora que este refrán era el que más me gustaba? Es que me di cuenta que este refrán venía a decir lo mismo que unas palabras del Fundador del Opus Dei que llevo grabadas en el corazón desde mi juventud; es el número 463 de Camino.

        —Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”. —Por eso busca una excusa para tu prójimo —las hay siempre—, si tienes el deber de juzgar.

         Esto es lo que llevo intentando practicar y enseñar a los demás. Gracias a este refrán me parece que he podido hacer este pensamiento más asequible a los japoneses.



ATEOS RELIGIOSOS

         La religiosidad de los japoneses es un tanto curiosa. En las encuestas Gallup que comparan la religiosidad de varios países, un noventa por ciento de los japoneses contestan que no creen en Dios. En este sentido es el país más ateo del mundo. Pero en las estadísticas que presentan anualmente todas las asociaciones religiosas reconocidas por la ley (y con este reconocimiento evitan pagar casi todos los impuestos), la suma de los afiliados a las distintas religiones suman doscientos millones, casi el doble que la población. ¿Cómo es esto posible? Es que casi todos los japoneses tienen dos religiones. O más exactamente, que la mayoría de los japoneses se casan con un rito shintoista y los entierran con un rito budista. (Un conocido mío, poco respetuoso con las religiones japonesas, me decía que el Shintoismo es el negocio de las bodas, y el budismo el negocio de los funerales). Otra de las preguntas de la encuesta Gallup es sobre la religión preferida. ¡Un tercio! de los japoneses contestan que la cristiana. El resto está dividido entre muchas religiones. El Shintoismo y el Budismo apenas llegan al diez por ciento.

         Voy a relatar un sucedido en el que se refleja lo que acabo de escribir. Un joven arquitecto se disponía a viajar un par de años por el mundo, antes de montar su estudio en Tokio, y vino a practicar inglés conmigo. Nos hicimos amigos y me llevó a ver lo mejor de la arquitectura clásica japonesa en Nara y en Kyoto. Sólo por esto le estoy muy agradecido. Yo aproveché para hablarle sobre el cristianismo pero no mostraba el menor interés.

         Al cabo de dos años volvió al Japón y vino a verme. Me dijo que había conocido a una japonesa en París y pensaban casarse. Me pidió que bendijera su matrimonio, delante de sus familias y amigos, en la sala del hotel donde se celebraba la boda. Le pregunté por qué quería una ceremonia cristiana y me contó que, cuando decidieron casarse, lo primero que hicieron fue comprar dos cruces de oro con cadenitas, entraron en una iglesia donde no había nadie, se las pusieron uno al otro en el cuello y le rezaron a Dios. También me dijo que de momento no tenían intención de hacerse católicos, pero querían sellar su fidelidad hasta la muerte con la bendición del sacerdote católico.

         Le dije que me dejara pensarlo dos o tres días. Fui a ver al arzobispo y le pedí consejo. Me dijo que aceptara y me enseñó cómo podía ser la ceremonia.

         Los banquetes de las bodas en Japón son muy ceremoniosos y solemnes. Durante la mayor parte del tiempo sólo hay discursitos ingeniosos y graciosos que llevan preparados algunos invitados a los que se les ha pedido con anterioridad. Por supuesto que no hay baile, y lo que menos importa es la comida.

         En mi caso la boda fue aún más solemne, antes de que sirvieran la comida, todos siguieron el rito de la bendición nupcial con gran respeto y devoción. Luego habo los discursitos de rigor.

         La joven pareja se instaló en Tokio y les visité un par de veces. Todavía nos escribimos por Año Nuevo, pero siguen sin dar señales de bautizarse.

         Pocos años después de aquella boda, la Conferencia Episcopal obtuvo permiso de la Santa Sede para oficiar matrimonios entre no cristianos en las iglesias.



UN DÓLAR SON TRESCIENTOS SESENTA YENES

         Hoy día el dólar fluctúa alrededor de los cien yenes. Pero cuando llegamos al Japón se mantuvo en los trescientos sesenta yenes muchos años. Como veníamos de América, al ir de compras hacíamos el cálculo en dólares y todo nos parecía muy barato.

        —Fíjate, un corte de pelo solo cuesta 30 centavos. Y estos calcetines menos de un dólar.

         Hasta que un día, José Ramón, al volver de un viaje a Tokio, nos contó lo siguiente.

         Un amigo suyo americano que había trabajado bajo las órdenes MacArthur durante la ocupación del Japón, se había establecido en Tokio y tenía una compañía de exportación e importación. Le contó a José Ramón que un domingo fue con su familia de paseo al campo y se fijó en una familia de campesinos que se dedicaban a hacer escobillas delante de su casa. Le parecieron un primor y les preguntó:

        —Serán muy caras ¿verdad?

        —Sí, cuestan diez yenes cada una.

         Aquel americano se quedó sorprendido. Aquellas escobillas, auténticas piezas de artesanía, costaban sólo tres centavos de dólar.

         Después de que José Ramón nos contara este sucedido, empezamos a calcular en escobillas.

        —Fíjate, estos calcetines cuestan 36 escobillas. ¡Qué caros son!



NUSHIMA Y OKUASHIYA

         El Fundador del Opus Dei seguía con todo detalle nuestros primeros pasos en Japón y en sus cartas se preocupaba de todo lo nuestro, con corazón de padre y de madre. Nos dijo que procuráramos descansar en el verano. El verano en Japón es de los más calurosos de toda Asia, y la humedad muy alta. Y entonces los acondicionares de aire en casas privadas eran un lujo sólo asequible a los muy ricos.

         Antes de seguir adelante, voy a hacer un inciso, sobre el parecido entre Japón y Europa. De niño aprendí de mi madre que “la canícula es de Virgen a Virgen”. Es decir, los días de más calor son desde la Virgen del Carmen, 16 de julio, a la fiesta de la Asunción de la Virgen, 15 de agosto. Pues resulta que en Japón dicen que “la canícula es del 15 de julio al 15 de agosto”.

         Durante la canícula no veíamos nada fácil irnos a descansar. Los extranjeros entonces éramos muy llamativos. Nos miraban como a bichos raros y susurraban a nuestras espaldas. Una vez fuimos a bañarnos a una playa, pero no nos quitaban ojo de encima. Los japoneses tienen un bronceado perpetuo, pero los occidentales somos de un blanco que parece que nos han hervido, y los hombres tenemos pelos en las piernas, los brazos y el pecho. Los chicos pequeños en vez de mirarnos de reojo se nos plantaban a un metro de distancia, sin el menor recato, o se alejaban llorando. …Así no hay forma de descansar.

         En éstas estábamos cuando un amigo nos habló de Nushima, una isla diminuta en el Pacífico a unos diez kilómetros de la costa. Viven allí un centenar de pescadores y no hay por supuesto ningún hotel u hostal. Pero el bonzo había alquilado el verano anterior parte del templo al cónsul francés. Nuestro amigo se puso en contacto con el bonzo y fuimos a darle un vistazo a Nushima. El viaje fue una odisea: tren, barco, autobús, barquichuela. Nos llevó dos días ir y volver, pero valió la pena. Nushima nos pareció un paraíso y en el poblado parecía que todavía discurría el siglo XIX. La casa que nos alquilaba el bonzo tendría sus trescientos años y no tenía ni una silla. Era muy amplia y tenía mosquiteras que se colgaban del techo sobre las colchonetas y dejaban pasar la brisa pero no los mosquitos.

         Desde el segundo verano después de nuestra llagada al Japón, nos dividimos en dos grupos y pasamos unos diez días cada grupo en este paraíso. La mujer del bonzo nos pasaba unas bandejas con las comidas. Casi todo el día lo pasábamos en una playa para nosotros solos. Allí estudiábamos y dábamos clases de Catecismo. Porque vinieron con nosotros aquellos residentes y amigos que se preparaban para el bautismo.

         Los pescadores lugareños le llevaban a la mujer del bonzo raras especies de pescado para que nos lo sacara para la comidas. En la isla había un solo receptor de televisión en el sacro del templo, y por las tardes venían algunos pescadores ancianos a ver el sumo (una especie de lucha libre —pero menos— muy popular en Japón).

         Al tercer verano quisimos apalabrar de nuevo aquella casa, pero el bonzo nos dijo muy amablemente que no. No nos dio razones, pero sospechamos que a los altos jefes de su secta no les pareció bien que se celebrara Misa todos los días en uno de los edificios del templo.

         Buscamos otro lugar y encontramos una pequeña casa, anexo de un hotel, junto al estrecho de Naruto.

         Por aquel entonces el Fundador del Opus Dei nos animó a buscar unos terrenos en un lugar fresco y tranquilo donde tener durante todo el año convivencias y cursos de retiros. Después de muchas pesquisas dimos con una zona en la cordillera detrás de la ciudad de Ashiya que estaban urbanizando. Pocos meses después se inauguró Okuashiya Study Center. Tiene habitaciones individuales para veinte personas, y está situado en el centro de un bosque de pinos.

         Junto a este Centro hay un pico, que se llama Gorogoro, con vistas magníficas. Les preguntamos a varios amigos qué significaba gorogoro, porque no venía en ningún diccionario.

        —Es que cuando truena en estos montes resuena en la costa con el ruido gorogoro. Nos quedamos satisfechos. Pero un día vimos que en la cima de este pico había este cartel: Pico Gorogoro, 565,6 metros sobre el nivel del mar. Y caímos en cuenta que la cifra 5656 admitía la lectura gorogoro.



AMAR AL PRÓJIMO

         El alquiler de Seido Juku en Ashiya era caro, y para aumentar los ingresos tuvimos que aceptar dar clases de inglés por las mañanas en empresas públicas y privadas. Todas las semanas iba a enseñar una de estas clases en el centro de Osaka y tenía que tomar el metro. Desde la estación en que me bajaba tenía que recorrer un largo pasadizo hasta salir a la superficie. Un día vi que al final de aquel pasadizo había un hombre tumbado en el suelo. Por la vestimenta era obvio que no se trataba de un mendigo. Tuve el instinto de correr hacia él, pero iba en el medio de un pelotón de unas cincuenta personas que nos bajamos en aquella estación, y no pude adelantarme. Mi sorpresa fue que los que me precedían ¡pasaron de largo sin hacerle caso! Unos que iban antes que yo, por fin se agacharon a atenderle. En parte me alegré porque por entonces mi japonés era muy deficiente. Me alegré más aún cuando aquel hombre abrió los ojos y se puso en pie. Parece ser que sólo fue un mareo. Pero...

        —¿Por qué pasaron de largo tantas personas?

         Esta pregunta empezó a angustiarme, incluso durante la clase de inglés.

         Nada más volver a casa le conté a José Ramón mi desconcierto.

        —Mira Fernando, nosotros nos hemos criado en un país de tradición cristiana milenaria y llevamos en la sangre el imperativo de amar al prójimo como a uno mismo. Sin embargo, para los japoneses el primer mandamiento es no molestar al prójimo. …Y en eso con frecuencia nos dan lecciones a los cristianos. Además, estas inhibiciones se deben, en parte, porque al querer ayudar al prójimo hay el peligro en entrometerse indebidamente y causarle molestias. A esto se refiere quizá ese proverbio de que hay amores que matan. ... Pero no hay duda que con omisiones no basta. Lo que has presenciado es ciertamente lamentable, pero ¡para eso precisamente hemos venido al Japón!: a ayudarles con el cristianismo a elevar sus principios morales.

         Después de bastantes años, cuando ya vivía en Nagasaki, un profesor de medicina que había hecho estudios en Suiza, me invitó a comer con el profesor suizo que había dirigido sus investigaciones y que se encontraba de viaje por Japón con su mujer. Ésta era católica y su marido ateo. Nos contaron sus impresiones del Japón. Hacia el final de la comida el profesor le dijo a su mujer.

        —Tu siempre intentas acercarme a la Iglesia Católica, pero fíjate en los japoneses. Casi todos son budista agnósticos, pero ¡qué lecciones dan a los católicos suizos!

         Y dirigiéndose a mí, prosiguió.

        —En Tokio mi mujer se olvidó el bolso con los pasaportes y bastante dinero en un taxi, y a las pocas horas el taxista nos lo trajo al hotel. ¡Esto no habría ocurrido en Suiza!

        Y me peguntó.

        —¿Qué opina usted?

         Después de una pausa, le conté lo que presencié en el metro de Osaka. Me escuchó muy atento y, cambió de conversación.

         En estos últimos años he podido observar en los japoneses más iniciativa para ayudar al prójimo. También han creado muchas organizaciones de voluntariado que están haciendo mucho bien dentro y fuera del país. Pero no cabe duda que la evangelización potenciará aún más este amor al prójimo.



FEDERACIÓN DE ESTUDIANTES CATÓLICOS

         En el primer verano en Japón, 1959, el arzobispo de Osaka, Mons. Taguchi, me pidió que acompañara al P. Yasuda —más tarde arzobispo de Osaka— a la Asamblea Nacional de la Federación de Estudiantes Católicos, que ese año tuvo lugar en Yokohama. Esta Federación fue disuelta por la Conferencia Episcopal en 1970 por razones que pienso explicar, pero entonces tenía gran vitalidad. En las vacaciones de primavera había convenciones diocesanas, y en el verano asamblea nacional. En agosto de 1959 se reunieron cientos de universitarios durante tres días en Yokohama. Para mí fueron de gran interés las reuniones de capellanes que se celebraban al mediodía. Todos aquellos sacerdotes me recibieron con auténtica cordialidad fraterna, y el P. Sawada me explicaba en inglés los temas que trataron.

         Por aquellos años, en muchas universidades había un Club Católico, con reuniones semanales en las que los universitarios estudiaban la Biblia y rudimentos de teología. Cuando me fui a vivir a Kyoto asistí a estas reuniones en dos universidades, fui con ellos de excursión y les celebré la Misa. Con ocasión del Vaticano II, noté que algunos estudiantes decían cosas que se pasaban de la ortodoxia. Se lo advertí pero no me hicieron mucho caso. Y lo que es peor, el ambiente se fue politizando, porque se dejaron influir por las corrientes marxistas tan extendidas entre los estudiantes en aquella época.

         Con ocasión de la ratificación del tratado con los Estados Unidos, copiando los revuelos de los estudiantes de París, estallaron revueltas violentas en casi todas las universidades. En una refriega sangrienta con la policía en Tokio apareció en los periódicos y en la televisión la bandera de los estudiantes católicos de Tokio. Pocos días después la Conferencia Episcopal disolvía la Federación de Estudiantes Católicos.

         En 1969 la Universidad Nacional de Tokio suprimió, por primera vez en su historia, los exámenes de ingreso. Muchos universitarios de Tokio optaron por la Universidad de Kyoto. Varios chicos católicos de Tokio entraron como residentes en Yoshida Student Center.

         En este centro, además de la residencia teníamos dos aulas para clases de inglés. Como consecuencia de las refriegas en el campus, algunos estudiantes aparecían con la cabeza vendada.

         El edificio donde el profesor de filosofía Akira Yamada tenía el despacho fue ocupado por los estudiantes más extremistas, y éste tuvo que interrumpir sus estudios sobre San Agustín y Santo Tomás. El Prof. Yamada, viudo y sin hijos, después de asistir diariamente a Misa de 6 se pasaba todo el día en su amplio despacho rodeado de libros y ficheros. En aquel despacho escribió varios libros que se siguen reeditando. Allí le visité varias veces y tuvimos conversaciones muy sabrosas. Pero los estudiantes más extremistas ocuparon el edificio donde trabajaba. Sin su despacho, el Prof. Yamada estaba como pez fuera del agua. Esta ocasión la aprovechó su párroco para que diera una serie de conferencias. Por no disponer de material de referencia resultaron más informales y amenas. Gracias a Dios las grabaron y, puestas por escrito, se convirtieron en su libro más vendido: Coloquios sobre San Agustín.



ASOCIACIÓN DE AMIGOS DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

         Uno alumno de la Universidad de Kyoto, que se apuntó a las clases de inglés, me dijo que la Asociación de Amigos de la Unión Soviética le había invitado a unirse a un grupo de estudiantes de varios países que visitaría Moscú ese verano. Parecía ilusionado con la utopía marxista. Le aceptamos para las clases y empecé a rezar para que el Señor le preservara del virus marxista.

         Después de volver a Japón, se apuntó para continuar las clases de inglés. Al terminar la primera clase le invité a que me contara sobre su viaje. Pero la gran sorpresa es que para empezar me dijo que volvía desilusionado.

         Cuando visitaron la Plaza Roja frente al Kremlin se le acercó un ruso y en voz baja le dijo en japonés:

        —Casio. Compro Casio.

         No entendió y se lo hizo repetir varias veces hasta que se enteró que quería comprarle su reloj de pulsera. Rechazó la oferta, pero ahora aquel ruso quería comprarle también el paraguas plegable que llevaba en la mano. Le preguntó cuánto le pagaba y le ofreció una cantidad seis veces mayor de lo que le había costado en Japón.

        —¿Es que no hay paraguas así en Rusia?

        —Si, pero se rompen enseguida.

         Esta respuesta vino a confirmarle algo que empezaba a sospechar. La Unión Soviética era capaz de construir cohetes espaciales de primera calidad, pero los productos caseros, como sólo había industrias estatales, eran un desastre.

        —El socialismo no funciona. La Unión Soviética acabará por desmoronarse.

         La profecía de aquel estudiante se hizo realidad veinte años después, en 1991.



EL PÁRROCO DE LA CATEDRAL DE KYOTO

         Al poco de irme a vivir a Kyoto empecé a ir a la catedral a oír confesiones. El párroco era el P. Maruyama. En la puerta del confesionario, por dentro, había colocado el siguiente letrero.

        —Recomiende por favor al penitente que invite a sus conocidos no católicos a asistir a las clases de Catecismo.

         El P. Maruyama tenía varias clases diarias de Catecismo y muchos recibían el bautismo.

         Años más tarde me enteré que uno de los conversos fue un bonzo de un templo budista muy famoso de Kyoto. Todo empezó porque al levantarse este bonzo una mañana de verano se encontró con que, mientras dormía, había matado un mosquito. Allí estaba el mosquito muerto y la sangre que le había sacado. En esta secta budista el matar un animal, aunque sea un mosquito, es algo terrible, y nuestro bonzo se quedó muy preocupado. Consultó con el abad del templo, pero su respuesta no le tranquilizó.

        —¿Qué pensará de esto el cristianismo?

         Y ni corto ni perezoso se dirigió a la catedral. De su charla con el P. Maruyama sacó el propósito de asistir a clases de Catecismo, y se bautizó.

        La catedral de Kyoto está en un lugar muy céntrico. El terreno lo adquirieron los sacerdotes de la Misión de la Diócesis de París a finales del siglo XIX. También hicieron lo mismo en muchas ciudades del Japón. Edificaron catedrales neogóticas que todavía se conservan en buen estado en muchos lugares. Pero la de Kyoto, a finales los años sesenta, estaba a punto de derrumbarse. No había dinero para reedificarla y vendieron la mitad del terreno para un hotel, y con ese dinero edificaron una iglesia muy bonita y locales espaciosos para la curia y la parroquia. Pero ya no destaca tanto como antes.

        Al escribir este último párrafo siento un profundo agradecimiento hacia los católicos franceses que tan generosamente ayudaron a la Iglesia en Japón. En algunas parroquias siguen colgadas las fotos amarillentas de aquellos benefactores.



LA OLIMPIADA DE TOKIO Y LA CERVEZA

         El 10 de octubre de 1964, al amanecer, me desperté con un dolor muy fuerte de tripa. El dolor iba en aumento y desperté a David Sell, que llamó a la ambulancia y me llevaron al hospital de la Universidad de Kyoto, muy cerca de nuestra casa.

         Aquel día era festivo. Se celebraba por primera vez la Fiesta de la Educación Física. Es que ese día precisamente empezaba la Olimpiada de Tokio. Se escogió el 10 de octubre para la ceremonia de comienzo porque, según los datos meteorológicos, esas fechas eran las más apropiadas: ya se había pasado el calurón del verano, y durante esas dos semanas era muy difícil que lloviera.

         En el hospital sólo había médicos de guardia, y optaron por darme un analgésico y que esperara al día siguiente.

         José Ramón se presentó a media mañana y decidió consultar por teléfono con una religiosa holandesa, médico y directora de un hospital de Kobe. Ésta le recomendó que me llevara enseguida y, después de dos horas de coche, ingresé en este hospital. A mitad de camino se me pasó el dolor, pero me tomaron una radiografía y apareció una piedrecilla del riñón parada a medio camino. Con sólo saber la causa del dolor me tranquilicé y, para colmo de dicha, me recetaron beber cerveza para facilitar que saliera la piedra. En el piso donde estaba había una sala común y por la televisión estaban dando las olimpiadas. De vez en cuando volvía a mi cuarto a beber cerveza.

         José Ramón me dejó el día anterior en cuanto encontraron la piedra de riñón. Pero el día siguiente por la mañana vino a verme y me encontró viendo televisión y bebiendo cerveza. Se alegró de que no me hubieran vuelto los dolores y me dijo:

        —Oye Fernando. A mí me parece que la piedra puede salir también bebiendo agua.

        —Sí, por cierto.

        —Y en casa puedes descansar y, si te pasara algo te traemos enseguida.

        —Sí, sí.

         José Ramón habló con la directora del hospital y ese mismo día ya estaba en nuestro centro de Ashiya, bebiendo agua mientras me dedicaba a un trabajito de traducción que me encontró José Ramón. Algunos ratos vimos todos la televisión.

         Seguí esa dieta, sin que se produjeran dolores y, al tercer día fui al hospital para una nueva radiografía. La piedra seguía sin moverse. Volví una semana después y, como seguía sin moverse, decidieron hacer algo. Volví a internarme, vino el profesor de urología de la Universidad de Kobe y me metió una especie de alambre de acero inoxidable con marcas como si fuera un metro de medir. Cuando la punta redondeada del alambre tocó la piedra vi las estrellas. Esta expresión la había oído muchas veces pero aquel día vi realmente estrellas. Me llevaron a la habitación, se me pasó el dolor y en la radiografía del día siguiente no aparecían ni restos de la piedra. Me dijeron que eran unas piedras como sal cristalizada y, con el golpecito del día anterior se habría pulverizado, y el polvo habría salido sin que yo lo notara.

        Ese mismo día volvía a Ashiya y pude seguir viendo las olimpiadas en la televisión, y trabajando. Al par de días me reincorporaba a mi vida habitual en Kyoto.



LOS COLEGIOS SEIDO DE NAGASAKI

         En 1974 Mons. Satowaki, arzobispo de Nagasaki, y más tarde Cardenal, nos mandó recado que quería que fuéramos a verle. Después de 15 años volvíamos José Ramón y yo a Nagasaki. El arzobispo nos dijo más menos lo siguiente:

        —Las escuelas públicas no sólo prescinden de Dios, sino que enseñan a los niños que Dios no existe. Esto hace daño también a los niños católicos. Ustedes harían un gran servicio a la Iglesia si pusieran un colegio en el barrio de Urakami, donde hay la mayor densidad de católicos.

        Quedó claro que él no nos iba a ayudar economicamente. Le dijimos que no teníamos medios para emprender tal proyecto, pero que pensaríamos a fondo en todas nuestras posibilidades y le contestaríamos cuanto antes.

         De vuelta en Ashiya contamos todo esto a los demás, y pasamos esta invitación a la Fundación Seido para la Promoción de la Educación, que operaba Seido Language Institute, del que he escrito antes. La junta directiva mostró gran interés, porque era la gran ocasión para poner en práctica su proyecto de enseñar inglés desde la educación primaria. Pero no tenían dinero ni para empezar.

         Contamos todo esto por carta al Fundador del Opus Dei y nos animó a tener fe en Dios y a procurar contentar al arzobispo.

         El caso es que volvimos a Nagasaki con Koichi Yamamoto, director del consejo de administración de la Fundación Seido, y éste le dijo al arzobispo que iban a intentar poner el colegio, y que, de conseguirlo, el Opus Dei se haría cargo de la dirección espiritual.

         Hay un antiguo proverbio japonés que dice: Poner todos medios humanos y esperar la voz del Cielo. Nosotros ya habíamos oído la voz del Cielo, ahora sólo se trataba de poner los medios humanos.

         Se empezaron las gestiones de la búsqueda del terreno y del dinero para pagarlo, así como la obtención del permiso de las autoridades civiles.

         En septiembre de 1975 alquilamos un apartamento diminuto en Nagasaki y nos vinimos a vivir aquí Takeichi Yukawa, Erich Jochum y yo. Y en otros locales enfrente de la calle pusimos una academia de idiomas.

         Koichi Yamamoto y José Ramón venían con mucha frecuencia pero no lograban encontrar terrenos para el colegio, ni sabían cómo obtener dinero para pagarlos. En cuanto a los profesores para el colegio el horizonte se esclarecía, pues había miembros del Opus Dei enseñando en escuelas públicas de varias localidades del Japón y otros estudiaban pedagogía. Entre estos y sus amigos saldría la plantilla de profesores.

         De repente se produjo el oil shock: las naciones exportadoras de petróleo subieron el precio y se produjo un tremor que causó pánico en la economía. Como casi todo depende del petróleo, la gente se apresuró a comprar de todo. Lo primero en desaparecer de las tiendas fue el papel de retrete. No sé por qué.

        Las grandes compañías querían dinero contante, y un gran consorcio nos ofreció unos terrenos bien situados a un precio asequible. Con dinero prestado de un banco se adquirieron aquellos terrenos.

         Ya he mencionado que José Ramón es ingeniero, y siguió por tanto de cerca el proyecto de los arquitectos. En el terreno cabía un colegio de escuela primaria con una clase para cada uno de los seis cursos. Con otro préstamo y algunos donativos se empezaron las obras.

        Es curioso, pero sólo cuando estuvieran terminadas las obras, fue posible presentar al gobierno la solicitud para la erección del colegio. Esto quiere decir que si no lo aprobaban, todos los gastos de los terrenos y los edificios habrían sido inútiles. ¿Por qué? Resulta que hay libertad teórica para crear colegios privados, pero el gobierno, no sólo no ayuda económicamente, sino que lo hace difícil, porque con el dinero que pagamos todos los que vivimos en Japón como impuestos, el gobierno pone escuelas públicas gratuitas para que todos los japoneses puedan cursar los nueve años de educación obligatoria. A mí me parece que piensan que las escuelas privadas son un capricho que no les resuelve nada y sólo crea complicaciones.

         Esta actitud del gobierno sólo me cabe catalogarla como farisaica y dictatorial. A los ciudadanos que eligen escuelas privadas para sus hijos, el gobierno les hace pagar, a través de los impuestos, las escuelas públicas para los hijos de otros ciudadanos, y además tienen que pagar los gastos de sus hijos en las escuelas privadas. Esto me parece que infringe los derechos humanos que proclama la Constitución.

         Por fin, en 1978, la persona jurídica escuela Seido Gakuen y su escuela primaria Nagasaki Seido fueron aprobadas. Para ese primer curso abrimos la solicitad de admisión para 45 alumnos del primer año de primaria, el máximo que aceptaba la ley. Cuando se cerró el plazo de admisiones, teníamos ¡45! alumnos. Y a principios de abril —que es cuando aquí empieza el curso escolar— llegaron con sus nuevos uniformes, y empezaron las clases.

         No cabe duda que no sólo seguimos la Voz del Cielo, sino que San Josemaría, muerto el 26 de junio de 1975, nos obtuvo muchas gracias de Dios. De otra forma no se explica que este proyecto saliera adelante.



¿EDUCACIÓN MIXTA O DIFERENCIADA?

         Cuando a los tres años el arzobispo de Nagasaki vio que el colegio había salido adelante, nos dijo que debería ampliarse hasta tener dos clases por cada curso, y añadir los tres cursos de la Escuela Media. Un primer problema es que no había terrenos colindantes. Como Dios parecía estar de nuestra parte, Koichi Yamamoto se lanzó de nuevo a la búsqueda de terrenos, y los encontró a sólo diez minutos andando desde el primer colegio. En septiembre de 1981 los niños varones se trasladaron al recién terminado edificio de Seido Mikawadai.

         Al poco de emprender esta nueva andadura pudimos corroborar lo acertado de separar a las niñas de los niños. En las clases de educación física, por ejemplo, se subrayaba la masculinidad y la feminidad con toda naturalidad y regocijo de niños y niñas. También la forma de hablar del profesor, al alabar o regañar a los alumnos, cambia de tono según el sexo, y resulta más natural.

         A los pocos años de separar las niñas de los niños, un alumno muy brillante de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Nagasaki vino a pedir plaza de profesor. Fue admitido, pero no se haría el contrato hasta que acabara la carrera pocos meses después. Al acabar la carrera vino a anunciarnos que sentía la molestia, pero que se iba a enseñar en una escuela pública. No logramos que nos dijera las razones de su cambio de parecer. Un año después vino cabizbajo a pedir de nuevo plaza de profesor. Entonces nos contó que su decisión del año anterior se debió a que le parecía poco natural que los niños y niñas aprendieran por separado. Pero que después de un curso de experimentar la educación mixta se había dado cuenta de que lo natural era la educación diferenciada.

         Yo mismo he enseñado religión en ambos colegios y he podido comprobar que, aunque se trate de la misma materia con el mismo libro de texto, mi forma de hablar, y la forma con que los alumnos reciben mis explicaciones son muy distintas. Y el ambiente de la clase es mucho más distendido y relajado.

         Está comprobado que durante la escuela primaria las niñas crecen intelectualmente más rápido que los niños, mientras que a partir de la escuela secundaria muchos niños sobrepasan a las niñas. Todo esto crea tensiones que disturban la enseñanza. Cuando escribo estas líneas están apareciendo en los periódicos noticias de que en los Estados Unidos se están tomando medidas para facilitar la educación diferenciada en las escuelas públicas.

         De todas formas, los especialistas en esta materia, no están de acuerdo sobre cual de los dos tipos de educación es mejor. Ambos tienen ventajas y desventajas. Pero sobre lo que no cabe duda es que se debería dar a los padres la opción de educación mixta o diferenciada para sus hijos.



ESOS GENIOS VESTIDOS DE NIÑOS

         Desde que empezó Seido Gakuen he venido enseñando clases de religión, diciendo Misa y oyendo Confesiones para los alumnos de los dos colegios. A los pocos años se me unió como capellán Takeichi Yukawa, ya ordenado sacerdote, y luego le han sucedido otros. En el Japón los católicos no llegan al 1% de la población, pero en estos colegios son el 20%. Esto quiere decir que cuatro de cada cinco alumnos —y sus familias— tienen su primer encuentro con el cristianismo en este colegio.

         Llevo 25 años enseñando religión a los niños del primer año de primaria. Al empezar el curso, con sus cinco años, tienen clases especiales para orientarles en cosas tan esenciales desde cómo encontrar su aula hasta cómo usar los retretes. Las clases de religión no empiezan hasta la segunda semana. Pero, hace un par de años, yo tenía unas ganas locas de saludar a los chicos y entré sin avisar en su aula.

         Me miraron con extrañeza y les pregunté:

        —Vamos a ver, ¿quién soy yo?

         Todos levantaron la mano. Yo señalé a uno, se puso de pie, y dijo con aplomo:

        —Usted es el Padre Kolbe.

         Me sentí muy halagado de que me confundiera con este santo mártir polaco que fundó un monasterio en Nagasaki.

        —No, no soy el Padre Kolbe.

         Otra vez volvieron todos a levantar la mano. Señalé a otro que mostraba más impaciencia que los demás por decir quién era yo.

        —Usted es Dios Nuestro Señor.

         Aunque llevo 25 años enseñando religión a niños de primer curso de primaria, aún soy incapaz de prever las reacciones de estos genios vestidos de niño.

         Voy a contar otro sucedido que me sorprendió. Pero antes habrá que dejar claro que en estos colegios, con el permiso de sus padres, enseñamos en cristiano. No se trata sólo del tono general de la educación, sino que todos los alumnos rezan juntos al principio y final de las clases, saludan al Señor en el oratorio al llegar al colegio y antes salir hacia sus casas, rezan el Ángelus al mediodía, y las oraciones antes y después de la comida. Los de primaria van juntos a Misa cada dos semanas.

         Pero volvamos a los del primer curso de primaria. Hacia finales de curso trataba de enseñarles que además de las oraciones del Devocionario, podían rezar con sus palabras, como cuando hablan con sus padres y sus amigos.

         Les repartí unas hojas con cuadrados para la escritura. Después que pusieran su nombre, les dije.

        —Escribid lo que le diríais a Dios. Es muy fácil. Primero pensad en alguna de tantas cosas buenas que os suceden, y le dais gracias a Dios. Después de pensar un poco todos se pusieron a escribir.

        Hay que tener en cuenta que hacia el final del primer curso a los niños les encanta escribir. Acaban de aprender la magia de poner por escrito lo que piensan. Pero al llegar a la cuarta o quinta línea, como anticipaba, se pararon casi todos.

        —Muy bien. Ahora pedidle a Dios algo que os haga ilusión. Como Dios lo puede todo se le pueden pedir cosas que sólo Él puede conseguir.

         Otra vez se pusieron a escribir. Cuando algunos daban señales de haber acabado recogí los papeles. Con esto acabó la clase y me fui con los papeles a mi cuarto. En el primer párrafo daban gracias a Dios por las cosas más diversas. Uno porque había ido a pescar con su padre. Otro porque metió un gol en el recreo. También le pedían a Dios distintas cosas, pero una petición se repetía con frecuencia.

        —Dios, dame un hermanito.

        —Dios, que nazca una hermanita.

         Lo que me sorprendió es que casi la mitad pedían lo mismo. Uno de chavales, el más revoltoso, pedía lo siguiente.

        —Dios, mándame un hermanito y una hermanita.

         Sobran comentarios.

        Otro día la clase fue sobre Caín y Abel. En la pizarra, con tizas de colores, les pinté los dos altares, las ramas de leña, el cordero de Abel y las calabazas y frutas de Caín. Después prendí fuego a la leña y el humo del altar de Abel subía derecho hacia arriba, pero el humo del altar de Caín se revolvía hacia abajo. Cuando terminé, los niños copiaron en sus cuadernos los dibujos y, debajo del dibujo, tenían que escribir qué sacrificio podrían ofrecer ellos al Señor. Después de la clase, al ver los cuadernos, me encontré con que uno había escrito:

        —Matar el perrito de casa.

        Ni que decir tiene que en el recreo me fui a buscarle y decirle que no se le ocurriera matar al perrito. Pero me quedé admirado de su generosidad, y me avergoncé de mi roñosería.



SE BAUTIZÓ TODA LA FAMILIA

         Aunque la proporción de católicos en la ciudad de Nagasaki es mucho más alta que en el resto del país, en los colegios Seido, cuatro de cada cinco alumnos no son cristianos. Esto hace que las posibilidades de evangelización sean inmensas. En el colegio de niñas hay varias clases semanales para las mamás de ambos colegios. Yo enseño introducción al cristianismo en una de estas clases, y acuden muchas mamás con gran interés. Los papás suelen estar superocupados, y es muy difícil que vengan. Incluso cuando acuden a algunas fiestas del colegio no es fácil hablar con ellos a solas.

         Una vez conseguí hablar a solas con un papá y aceptó gustoso a estudiar el Catecismo conmigo. A los pocos meses mostró deseos de bautizarse. Su mujer también empezó a estudiar Catecismo en el colegio de las niñas, y al cabo de medio año fijamos la fecha del bautismo en la parroquia de su barrio. Tenían tres hijos, de cuatro a ocho años, y tenían tantas ganas de bautizarse como sus padres.

         En su nueva parroquia les acogieron con gran afecto, y los chicos mayores se unieron al grupo de monaguillos. Pero la cosa no acabó aquí. Al año de bautizarse les nació el cuarto hijo, y al año siguiente el quinto. Estos dos son ya católicos de nacimiento.

         Un procedimiento para hablar con los papás a solas, es rogarles que vengan para hablar con el profesor sobre sus hijos. No es fácil que acepten. Lo corriente es que se excusen aduciendo que es la mamá quien se ocupa de esto.

         Pero algunos vienen. Uno de estos papás trabajaba en un canal de televisión y me sorprendió que aceptara venir a verme. Le pedí su colaboración para la educación religiosa de su hijo.

        —Lo siento mucho pero me siento incapaz de colaborar en esta materia. Desde que mi hijo viene a este colegio me he dado cuenta que en la televisión emitimos programas que hacen daño a la gente. He pedido que me trasladen a la emisora de radio.

         Me impresionó la sinceridad y la integridad de este hombre, le alabé y quedamos en vernos de nuevo. Pero poco después tuvo que hospitalizarse y murió a los pocos meses.

         Mientras asistía a su funeral budista, pensé que Dios se habría apiadado de este hombre, y lo tendría quizá en su Gloria.



CONVENTUS

         Como ya he contado, cuando llegué a Nagasaki en 1975 empecé a enseñar inglés casi todos los días, pero los domingos estaba relativamente libre. Me fui a ver al Canciller de la diócesis, el P. Kawahara, y le pregunté si podría ayudar en alguna parroquia oyendo Confesiones. Me dijo que fuera a ofrecerme al P. Takeya. Éste me rogó que fuera un domingo al mes.

         También desde el principio asistí a las reuniones mensuales de los sacerdotes del arciprestazgo. A estas reuniones las llaman conventus, que así es como se dice reunión en latín. En la ciudad de Nagasaki son el primer martes de cada mes y nos reunimos unos cincuenta sacerdotes. Sólo conocía a dos de ellos, pero me recibieron como a un hermano. Es muy bonito experimentar esta catolicidad que pasa por encima de todas las barreras humanas.

         Dos sacerdotes más me pidieron que fuera ir a oír Confesiones a sus parroquias. Esta labor me permitió un trato más personal con estos sacerdotes.

         Intimé especialmente con el P. Tanaka que llevaba muchos años con problemas de riñón. Más tarde le trasladaron a Sasebo, y me llegaron noticias de que había tenido una recaída y se encontraba internado en un hospital cerca de mi casa. Acudí a verle y le encontré más amarillento que nunca.

        —Me operan la próxima semana —me dijo. Las radiografías muestran una masa negra en el riñón. Van a abrir para certificarse de qué trata, y extraerla sí es posible.

         Estaba entonces en curso el proceso de canonización del Fundador del Opus Dei, y se estaban recibiendo noticias de muchas gracias que se obtenían por su intercesión en todo el mundo. Algunas de estas gracias eran auténticos milagros. Le entregué una estampa para la devoción privada. Después de leerla me dijo.

        —Mire, Padre Acaso. Hace muchos años decidí no pedirle nunca a Dios por mi salud corporal. Me pareció mejor dejar esta cuestión en sus manos.

         Me emocionó la fe de este sacerdote. No le insistí, cambiamos de tema, y volví a mi casa.

         Dos días antes de la operación le visité de nuevo.

        —Padre Acaso, ¡mañana me dan de alta! En la radiografía de ayer no encontraron aquella masa negra. Se me ha pasado la fiebre y me encuentro muy bien. ...El otro día le dije que no pensaba pedir la intercesión del Beato Josemaría, pero después de marcharse usted recé la oración que me dejó.

         Pero esta curación no fue completa. El P. Tanaka volvió a padecer del riñón, y murió en 1998 en olor de santidad.

         Después de aquella mejora le nombraron párroco de la Isla de Kuroshima. Me invitó a dar las conferencias cuaresmales y viví con él cuatro días. Aprendí mucho aquellos días.

         Después de Kuroshima le destinaron a una parroquia muy cerca de mi casa. El cambio se debió sin duda para que estuviera más cerca del hospital. Nos veíamos con mucha frecuencia y un día fuimos de romería a Shitsu, su pueblo natal, a una hora en coche desde la ciudad de Nagasaki. En aquella ocasión me contó algo que me impresionó.

         Me dijo que era primo del P. Hamaguchi, muerto dos años antes. Es costumbre entre el clero de Nagasaki evitar el trato entre primos y hermanos. Sólo se veían en el Curso de Retiro y en las Ordenaciones. En estas ocasiones se decían uno a otro lo siguiente.

        —No nos olvidemos que, como somos hijos de perseguidores, tenemos que hacer mucha penitencia.

         Y ante mi extrañeza me explicó lo de perseguidores.

        Resulta que su bisabuela era de Mie, un pueblo próspero de pescadores a unos diez kilómetros de Shitsu. Era hija del shoya: alcalde y jefe de policía. Hacia el año 1860, cuando tenía unos doce años presenció cómo los esbirros de su padre torturaban y mataban a unos cristianos del pueblo. Les llevaron a la playa y allí, con los brazos atados con sogas al cuerpo, les aplicaron la tortura mizuzeme. Este suplicio consiste en meterles agua en el cuerpo con un embudo y luego saltar encima de ellos hasta que reniegan la fe cristiana o empieza a salirles el agua mezclada con sangre por todos los orificios del cuerpo. El P. Tanaka no estaba seguro si murieron de este suplicio, o si les cortaron la cabeza.

        El caso es que la hija del shoya preguntó a su padre por qué les hacían eso, y su padre le dijo que porque eran cristianos, y por tanto criminales. La niña les conocía lo suficiente para estar segura que eran buena gente, e intuyó que el cristianismo debía ser algo bueno ya que murieron con mucha paz y perdonando a todos.

        Pocos años después esta niña se casó en un matrimonio arreglado por los padres, como era habitual entonces, e incluso ahora. Al poco de casarse se le murió el marido sin dejar descendencia. Ya por entonces había cesado la ley en contra de los cristianos y un sacerdote francés, Marc de Rotz, era el párroco de Shitsu. La joven viuda se escapó y se fue a ver al P. de Rotz. Éste hizo que una familia cristiana la consiguió alojara, la instruyó en la fe, le bautizó y le consiguió marido católico.

        Dos de sus biznietos, Hamaguchi y Tanaka, fueron ordenados sacerdotes y ahora disfrutarán ambos de la visión beatifica junto con su bisabuela.

        Dije al principio que esta historia me impresionó. No tanto por ese tipo de martirio que ya conocía, sino por la humildad del P. Tanaka, y también porque me di cuenta que la persecución contra los cristianos no es algo lejano. Y comprendí ese recelo con que se les miraba, incluso hasta no hace mucho.

        También veo reflejado en esta historia un rasgo peculiar de los japoneses: la conciencia tan sensible que tienen del lazo que les une con sus antepasados. Precisamente cuando fui a predicar las conferencias cuaresmales en Kuroshima, me advirtió el P. Tanaka que en la isla rezan el Vía crucis todos los días después de la Misa. Lo hacen como desagravio por sus antepasados que, durante la persecución (1612 a 1873), pisaban el fumie para evitar el martirio y conservar la fe en Japón. En aquella época, en las regiones donde se sospechaba que seguían practicando la fe, las autoridades les hacían pisar el fumie —un medallón de la Virgen o de Cristo incrustado en una madera— todos los años por Año Nuevo.

        El episodio que me contó el P. Tanaka me ha servido para sentir más al vivo la intercesión de los mártires japoneses que, según los cálculos de algunos historiadores, son más numerosos que los que hubo en el imperio romano durante los tres primeros siglos de la era cristiana.



CRISTIANOS DE FIN DE SEMANA

         Como ya he contado, durante muchos años he enseñado clases de inglés acudiendo a empresas. En Nagasaki acudía a una fábrica de Mitsubishi. Una de las clases, después de la jornada de trabajo, era para unos quince trabajadores que habían entrado en la compañía al acabar la educación básica, y ahora andaban por los cuarenta años de edad. La expansión industrial del Japón hace que muchos obreros tengan que pasar largas temporadas en el extranjero.

         En la primera clase escribí en la pizarra un modelo de cómo presentarse a los demás en inglés.

        —My name is... I was born in… I live in …I have (…) children, etc..

         Resultó que dos de estos trabajadores entraron en Mitsubishi el mismo año y llevaban más de veinte años trabajando en la misma sección. Como yo visto siempre de sacerdote, uno de ellos añadió.

        —…and I am Catholic.

         Después de la clase se quedó en el aula junto con otro que le dijo en japonés:

        —Yo soy también católico. ¿Cuál es tu parroquia?

         Este suceso me confirmó que también en Japón hay cristianos de fin de semana. Si no, no se explica que, después de más de veinte años de trato tan asiduo, no se hubieran enterado que los dos eran católicos. La evangelización, por tanto, no consiste sólo en predicar la Buena Nueva a los no cristianos, sino que hay que dar preferencia a la evangelización de los cristianos.

         También tengo muy grabado otro suceso poco relacionado con el anterior. Hace diez años me operaron de hernia de la columna vertebral en el hospital de la Universidad de Nagasaki. En todos lo hospitales japoneses casi todas las salas son para seis pacientes. Las individuales son pocas y sólo se usan para enfermos de especial gravedad. Cuando entré en la habitación que me habían asignado, los cinco pacientes, al ver entrar a un sacerdote extranjero, me miraron muy extrañados, sólo hubo los saludos de rigor. Pero cuando me puse el pijama del hospital, me miraban con ojos distintos, y empezaron a hacerme preguntas y a ofrecerme frutas y bebidas. Me contaban sus vidas y me presentaban a sus familias. Me di cuenta que estaba experimentando lo que los especialistas en antropología del Japón llaman sentido de grupo. Esto parece ser el rasgo característico de la idiosincrasia del japonés.

         Cuando después de la operación ya me dejaron salir de la habitación en silla de ruedas, una de mis primeras salidas fue a la sala de fumadores. Allí me hice amigo de otros pacientes del pabellón. Uno de ellos, en vez de llamarme Señor Acaso, me llamaba Padre Acaso. Le pregunté si era católico, y me dijo que él no, pero que su mujer y sus hijos sí. A los pocos días, después de conocer a su familia, le pregunté por qué él no era católico.

        —Es que cuando me casé estaba muy ocupado trabajando y no pude recibir la instrucción.

        —Pero ahora los dos tenemos mucho tiempo libre. ¿Estudiamos el Catecismo?

         Dicho y hecho. Hasta que salimos del hospital estudiamos el Catecismo. Después de dejar ambos el hospital, le visité en su casa y fuimos a ver a su párroco. Éste terminó de instruirle en la fe, y lo bautizó.

         Cuando escribo estas líneas ya no se puede fumar en ningún lugar de los hopitales. Pero en este sucedido que acabo de contar la sala de fumadores fue providencial.



DEFENSOR DEL VÍNCULO

         Antes de venir al Japón estudié en Roma Derecho Canónico. Por eso en 1988 el Cardenal de Nagasaki me nombró Defensor del Vínculo. Mi trabajo, dentro del Juzgado Diocesano consiste, casi exclusivamente, en juzgar sobre la validez o nulidad de los matrimonios fracasados. El divorcio propiamente dicho no existe, o sea que se trata, casi siempre, de intentar comprobar si, cuando se casaron, hubo algún defecto que hizo ese matrimonio nulo desde el principio. Si las sentencias en primera y segunda instancia reconocen la nulidad, los interesados pueden volver a casarse; o mejor dicho, a casarse por primera vez.

         Aquí, como en todo el mundo, hay fieles casados que acaban separándose, obtienen un divorcio civil y se casan de nuevo por lo civil. Afortunadamente, los padres de estos desafortunados acuden al párroco, y éste los manda al tribunal diocesano. Si detectamos una posible nulidad comienza el proceso.

         Según las normas del Derecho Canónico, se dicta sentencia después de oír a los interesados, sus parientes y amigos. Antes de dictar sentencia el Juez, el Defensor del Vínculo tiene que presentarle su opinión. El papel del Defensor del Vínculo es defender el vínculo razonablemente, como dice el Código.

         Llevo quince años trabajando como Defensor del Vínculo, junto con los jueces Mons. Miyahara —actual obispo de Oita— y ahora con el P. Kuzushima. Es un trabajo que, como es natural, pasa desapercibido, pero que lleva consigo la satisfacción de que algunos fieles que estaban alejados de los Sacramentos, a veces por muchos años, vuelven a Confesarse y Comulgar.

         En matrimonio entre cristianos, validamente contraído, no se puede disolver. Sólo se juzga si fue válido o nulo desde el principio. Pero en el matrimonio entre cristiano y no cristiano, como no es sacramento, existe la posibilidad de la disolución del vínculo. Cuando se dan ciertas condiciones, el obispo, o incluso el párroco, pueden declarar la disolución. Pero en otros casos sólo el Papa puede declarar la disolución. En los tribunales tenemos que recoger por escrito muchos documentos, certificados y confesiones, para mandarlos a Roma. Estas disoluciones son muy raras, excepto en países como Japón en que hay muchos matrimonios entre cristianos y no cristianos.

         El último canon del Código de Derecho Canónico termina con estas palabras. La salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia. El trabajo del juzgado tiene también una faceta pastoral. Y también de evangelización, porque con ocasión de este trabajo muchos paganos reciben el bautismo.



JUAN PABLO II EN NAGASAKI

         En estos 28 años que llevo en Nagasaki el mayor acontecimiento en la ciudad ha sido sin duda la visita de Juan Pablo II en 1981. Su repercusión fue extraordinaria; he oído incluso decir que la discriminación contra los cristianos acabó realmente con ocasión de esta visita. Existen muchas crónicas escritas y visuales de este acontecimiento. Yo aquí pretendo tan sólo contar mis impresiones personales.

         El Cardenal me encargó amueblar las habitaciones donde se alojarían el Papa y los más cercanos de su séquito, y también estar durante esos días en el arzobispado para echar una mano como intérprete. Gracias a este encargo tuve ocasión de estar y hablar con el Papa.

         Me impresionaron dos facetas del Papa que pudieran parecer contradictorias: el Papa me pareció un hombre lleno de una inmensa calma y de entusiasmo al mismo tiempo. Rezumaba una paz que puso a prueba una tormenta de nieve que parecía querer disturbar todos los planes, y, al mismo tiempo, se le veía arder de celo por las almas de todos los japoneses, con detalles continuos de humor y cariño con los que le rodeaban.

         También me impresionó como hombre de oración. Cada vez que el Papa salía del arzobispado yo tenía que entrar en su habitación para comprobar si había que hacer limpieza y acompañar a los que la hacían. Pude ver que el Papa salía después de haber rezado la parte correspondiente del Breviario. Acabada la cena iba a la capilla y hacía una Visita al Santísimo con toda calma, aunque le esperase quien le esperase. En una ocasión se trataba del discurso de despedida frente a las cámaras de televisión de todas las emisoras del Japón. Les hizo esperar y cambiar los planes de retrasmisión directa a todo el país. Todo el Japón podía esperar, pero no podía recortar su visita al Santísimo Sacramento.

         También aprendí mucho de un sacerdote americano que venía en el séquito del Papa. Ya había venido a Japón varios meses antes para preparar el viaje, y hacía de enlace entre nosotros y el Papa durante la estancia de éste en Nagasaki. Me hizo una pregunta y le di una respuesta vaga.

        —Sí, sí, quizá sea así.

        —Nada de quizá, ¿sí o no?

        —Lo siento pero no lo sé. Voy a informarme.

         Cuando le informé me dio las gracias muy afablemente. Pero soy yo quien le he quedado muy agradecido porque me enseñó a ser más objetivo en mis respuestas.



EL FUTURO DEL JAPÓN

         Más de una vez me han preguntado por el futuro del Japón. Respondo que no lo sé, que no soy ni profeta ni futurólogo. Pero he de confesar que me hago a veces esta pregunta a mí mismo. Para intentar ver el futuro repaso los cambios que he observado en estos 44 años. Cuando llegué al Japón habían pasado menos de 14 años desde el final de la guerra mundial. Era un país pobre, que empezaba a digerir el trauma de la derrota y daba sus primeros pasos como democracia. He visto muchos cambios, para bien y para mal.

        Por ejemplo, el desarrollo de la televisión hace posible, entre otras cosas, ver lo que está sucediendo en todo el Japón y en todo el mundo. Los acondicionadores de aire se han puesto al alcance de todas las fortunas, y los calores y la humedad de los veranos se han hecho más soportables.

         También estoy muy agradecido a los ordenadores. Después de todos estos años inmerso en el idioma japonés he logrado leerlo y hablarlo con cierta facilidad, pero escribirlo... Después de continuos intentos sólo era capaz de escribir como un niño de diez años, o peor. Pero con los ordenadores he logrado escribir con tan buena letra como cualquier japonés. Tendría que matizar y decir que con tan buena letra como cualquier japonés que escribe con ordenador. Y añadir además que necesito que un nativo me repase la sintaxis y el vocabulario.

         Pero estos avances materiales han ido acompañados de un materialismo y consumismo que han hecho más mal que bien en el alma japonesa.

         Entre los cambios para mal he de mencionar la baja de la natalidad y el aumento del aborto. Sobre este fenómeno voy a relatar un suceso que me hizo pensar mucho.

        Todos los años, el 9 de agosto, con ocasión del aniversario de la bomba atómica que cayó en Nagasaki, hay diversos actos de carácter pacifista. El acto principal empieza a las 11:02 en punto, el momento en que cayó la bomba. Asiste el Primer Ministro y se transmite por televisión en todo el país. La diócesis lo celebra por la tarde en la catedral con una Misa rogativa por la paz.

        Nunca se me olvidará el sermón del Cardenal Satowaki en esa Misa en 1978. En primera fila se encontraban el gobernador, el alcalde y varios bonzos. El Cardenal empezó diciendo algo que es tabú en Japón, y más aún en el aniversario del bombardeo atómico:

        —La bomba atómica no es mala.

         Todos nos quedamos atónitos. El Cardenal había previsto nuestra reacción. Después de un par de segundos, continúo explicando el por qué de esas palabras. Vino a decir que las cosas materiales no son ni buenas ni malas. Incluso la guerra, si es para defensa —después de haber puesto todos los medios para evitarla y se cumplen otros requisitos— no se puede decir que sea mala. El uso de la energía atómica es bueno o malo según el uso que haga el hombre. También añadió que aquella bomba atómica mató a decenas de miles de japoneses, pero que en la actualidad, por medio del aborto, se acaba con la vida de cientos de miles de japoneses todos los años.

         Así empezó aquel sermón. Luego siguió por otros derroteros. Ninguna publicación recogió el principio del sermón, pero a mí no se me olvidará nunca.

         Otro aspecto que me inquieta es la difusión de la pornografía. No me cabe duda que en el fondo de muchos asesinatos está el influjo de la pornografía. Los medios de comunicación relatan estos asesinatos con todo detalle, e incluso los analizan en editoriales y declaraciones de expertos, pero nunca mencionan, ni como una posibilidad remota, el influjo de la pornografía. ¿No será porque casi todos los medios de comunicación hacen negocio con la pornografía; y también porque los responsables de esos medios y los periodistas se deleitan personalmente con la pornografía?

         Recuerdo que al poco de llegar yo al Japón se iba a publicar la traducción japonesa de la novela Lolita y la policía llevó a la editorial a los tribunales para impedir la publicación. Aquel proceso se siguió con todo detalle, sobre todo los testimonios que abogaban por el derecho a saber y la libertad de expresión. El juez falló a favor de la editorial. A raíz de esta sentencia, se acabaron los intentos de parar la pornografía, y ésta ha ido creciendo hasta límites insospechados en aquella época.

         Cuando se trata de la salud corporal es sorprendente la eficacia de las agencias estatales. Con ocasión de la erupción del volcán de una isla muy alejada de Tokio, en un par de días transportaron los miles de habitantes de esta isla a la capital y les ofrecieron cobijo, comida, empleo y colegios para los niños. Los corresponsales de prensa extranjeros escribieron admirados por la eficacia de la operación. Uno de ellos, europeo, añadió que en su país no habría sido posible.

         Durante la epidemia del SARS, Japón logró quedar inmune, pero un médico de Taiwan, después de hacer turismo con su familia durante tres días por Japón, murió víctima del SARS en su país a la vuelta. En cuanto el gobierno japonés supo esto, movilizó a cientos de personas de diversas agencias gubernamentales que, en un tiempo record, buscaron a todos los japoneses que tuvieron contacto con este médico chino —desde conductores de autobuses a camareros— y les pusieron en observación hasta comprobar que ninguno estaba contagiado.

         Es de agradecer la eficacia con que el gobierno cuida por la salud corporal de los japoneses, pero es lamentable que descuide la salud del alma.

         Entre los cambios para bien, ya he mencionado que se está dando un cambio muy positivo en las relaciones hacia el prójimo. Desde un marcado inhibicionismo, ese contentarse con no fastidiar al prójimo, se están dando grandes pasos hacia auténtico amor al prójimo, manifiesto sobre todo en muchas iniciativas de voluntariado que trabajan con sacrificio y eficacia dentro y fuera del Japón.

         Otro gran cambio para bien ha sido la inmigración de muchos católicos de Brasil y Perú —en su mayoría descendientes de los japoneses que emigraron a Latinoamérica—, y también de las Filipinas. Esto ha hecho que la proporción de católicos en Japón haya subido desde un 0,3% a casi un 1%. Aunque la gran mayoría todavía no han logrado o no quieren nacionalizarse japoneses, su influencia está haciendo que el catolicismo japonés sea más católico, menos isleño. La integración de estos nuevos católicos japoneses presenta problemas de adaptación y de atención pastoral, pero las esperanzas para bien son innegables.



EPÍLOGO

         He llegado al final sin haber contestado a la pregunta del título: si me gusta más la paella o el sushi. Me lo han preguntado muchas veces y siempre digo que me gustan ambos, pero lo que no he dicho nunca es que, si me dan a escoger, prefiero la paella.

         Esta confesión me da pie a poner por escrito una vivencia más de estos 44 años en Japón. He contado al principio de estas páginas mi adaptación a la comida japonesa: he logrado saborear el arroz y el té japoneses. Pero he de confesar que no ha sido una adaptación total. Mi impresión es que hay hábitos, incluido el de la escritura, que sólo es posible adquirir si se nace, o se vive desde niño, en Japón.

         El hablar japonés no me pareció tan difícil como algunos imaginan. Y si se logra leer japonés con fluidez, también se facilita el hablarlo. Pero si uno empieza a estudiarlo cuando uno ya es adulto, por mucho que lo estudie, se cometen faltas, y el acento de extranjero permanece. Pero esto no importa, porque a los japoneses les parece natural que estas limitaciones permanezcan. Se sienten muy agradecidos porque hemos estudiado su lengua. Y en el caso de un sacerdote occidental les parece incluso atrayente. Quizá piensan que el cristianismo que predica tiene que ser más auténtico, porque Jesucristo fue occidental, desde su punto de vista.

         Cuando empecé a predicar con cierta soltura, el párroco de una iglesia a la que iba a oír confesiones una vez al mes, me pidió que saliera del confesionario y predicara la homilía de la Misa más concurrida. Un domingo les hablé de las ventajas de confesarse con frecuencia. Al final, con gran énfasis les dije que debían confesarse todos los meses. En japonés confesión es kokkai, y divorciarse es rikkon. Me equivoqué y les dije: ¡Tenéis que divorciaros todos los meses! Cuando después de la Misa desayunaba con el párroco, éste me hizo ver con mucha delicadeza mi equivocación. Debí mostrar en el rostro mi vergüenza, pero me dijo:

        —No se preocupe, su error es tan garrafal que a nadie le habrá afectado. No sed han reído por cortesía. En todo caso se les habrá quedado más grabado que tienen que confesarse con frecuencia.

*Fernando Acaso
Sacerdote de la Prelatura Opus Dei
Nació en Madrid en 1932.
Desde 1959 reside en Japón
feracaso@gmail.com