Más allá de la justicia humana
Margarita Iturbide
Y se nos va sin remedio

        Personas que han entrado, por algún motivo al corredor de la muerte, cuentan que es realmente escalofriante. Condenados a los que se les cierra la puerta a sus espaldas dejándolos en la más completa desesperación. Angustia, desazón, miedo, una profunda soledad… Si aquellos muros pudieran hablar, contar historias, narrar sentimientos, describir interminables noches de insomnio, grabar cientos de miradas perdidas que disparan como dardos enajenación. ¡Cuántos lamentos! Si se pudiera dar marcha atrás, si tal o cual circunstancia hubiesen sido diferentes, si la vida borrase dos, tres segundos simplemente. Cientos de preguntas se agolpan en la mente; la vida misma posee tanta fuerza y al mismo tiempo es tan frágil. Muchas veces no está en nuestras manos sostenerla, pero en numerosas ocasiones podríamos haber evitado la muerte. Hay algo en lo profundo del alma que nos apremia a defender la vida, y sin embargo la dejamos ir, como si fuera un grifo de agua abierto que se nos escurre, que se vacía.

        El siglo XX ha sido un siglo de muerte. Es incontable el número de víctimas tras la revolución Rusa con Lenin a la cabeza, la revolución china con Mao Tse Tung, la primera guerra mundial con nuevas armas, la segunda guerra mundial con la exterminación en masa de millones de seres humanos y la muerte de tantos inocentes, centenares de conflictos de tipo étnico en Asia, África y Europa del Este. El cine, la fotografía, la televisión nos muestran al mundo escenas de sufrimiento terrible que sacude a todo tipo de persona sin respetar edad, condición o culpa.

Ejecuciones y justicia         La triste herencia del pasado ha hecho que el hombre de hoy sea más susceptible ante la pena de muerte. En las últimas décadas del siglo pasado una treintena de países ha abolido la pena de muerte, pero sorprende que en tan pocos países como China, Irán, Arabia Saudí y los Estados Unidos de Norteamérica, las cifras de los condenados a muerte sean alarmantes. con más de tres mil ejecutados en los últimos treinta años. Y aunque en algunos casos, la gente ha salido a las calles para pedir justicia EXIGIENDO la muerte del agresor, la gran mayoría de las personas ha entendido que las ejecuciones no son el camino para el progreso humano. Existen tantos elementos que se ponen en juego: el hombre no es infalible, todo ser humano mientras viva puede enmendarse, reparar su culpa y encontrar la paz del alma, pedir perdón, dar al mundo alguna lección, INCLUSO dejarnos una enseñanza. Si fuéramos verdaderamente justos, muchos que viven merecerían la muerte e incontables muertos tendrían que seguir viviendo. Nadie conoce la profundidad del corazón del hombre. El hombre no repara un crimen con la muerte del culpable. Después de la ejecución no viene la paz, ni se crea un mundo mejor ni se acaba con los asesinos.¿Qué puede hacer a este mundo más humano? ¿Una justicia falible o el amor? ¿Cuál es el límite del mal?
¿Justicia o venganza?         No podemos olvidar a Karla Tucker, una mujer que cometió un asesinato bajo efecto de las drogas. Después de varios años de prisión se rehabilitó, pero fue igualmente condenada a la pena de muerte. Ella misma afirmó ante las cámaras de la CBS que “todos, después de cometer algo horrible, tenemos la capacidad de cambiar con la ayuda de Dios…”. Vienen a la memoria casos como el Shareef Cousin, un joven negro de diecinueve años condenado a muerte por un homicidio cometido cuando tenía diecisiete años. La ejecución de Timothy McVeigh ha sido de las más polémicas. McVeigh, el terrorista de Oklahoma, que tenía sobre sus espaldas a más de ciento sesenta y ocho víctimas, sumaba demasiados elementos en su contra para obtener el perdón. Sin embargo, menos del 50% de los familiares de las víctimas quería la ejecución. Bud Welch, quien había perdido a su hija en la explosión de Oklahoma, dijo: “Viví un periodo de deseo de venganza durante diez meses, tras el asesinato de Julie”. Pero llegó a la conclusión de que esto no le traería la paz. Otro testimonio, ofrecido por el New York Times, fue el de Patrick Reeder que perdió a su mujer en el atentado. Dijo que durante mucho tiempo deseó la muerte del asesino, pero después de un período largo y difícil de adaptación, llegó al convencimiento de que la ejecución no era la respuesta. “No se trata de justicia sino de venganza”, dijo explicando que no deseaba ver cumplida la sentencia. Kenneth Boyd, de cincuenta y siete años, fue ejecutado con una inyección letal en el Estado de Carolina del Norte. Sus últimas palabras fueron “Que Dios los bendiga a todos aquí”. Boyd fue el condenado número mil en los Estados Unidos después de la reinstauración de la pena de muerte en 1976 en aquel país.
Como dioses

        Todos estos condenados a muerte tienen un rostro, una identidad, un pasado, un futuro, unas circunstancias muchas veces difíciles e insuperables. Siempre hay una duda, algo que se nos escapa de las manos, algo que queda en el misterio de la conciencia. ¿Quién se considera totalmente infalible para dar sentencias que son irrevocables?

        El hombre del siglo XX y principios del XXI se ha convertido en el dador de la vida y de la muerte. ¿Bajo qué criterios? ¿No será que no reflexionamos, que no profundizamos en lo que sucede en nuestro entorno? ¿No hay demasiado ruido en nuestro interior, demasiados estorbos placenteros que nos distraen para impedirnos mirar una realidad que en el fondo no queremos conocer? Lo cierto es que muchas veces quedamos sordos a los gritos de dolor de aquellos que se aferran a la vida.

        Queda claro que en lo más profundo del corazón humano vibra una convicción: el hombre ama la vida más que la muerte, y esto nos llena de esperanza.