Lo inteligente es perdonar
Jaime Nubiola Profesor de Filosofía
Universidad de Navarra
La Gaceta de los Negocios (Madrid)
No es un sentimiento         Me conmovieron las palabras de Irene Villa que pude leer recientemente: "Para poder vivir, lo más inteligente es perdonar". Al releerlas ahora me siguen conmoviendo, no sólo porque proceden de alguien que ha perdido las dos piernas en un terrible atentado terrorista, sino sobre todo porque llegan hasta el fondo del problema vital del perdón. La fuerza de estas palabras no radica sólo en que muestran la grandeza de un corazón capaz de perdonar a sus agresores; su fuerza estriba –me parece– en su valiente apelación a la inteligencia: lo más inteligente es perdonar. Como escribió la Madre Teresa, "el perdón no es un sentimiento, sino una decisión". El perdón no es sentimentalismo edulcorado; es una condición indispensable para poder vivir una vida plenamente humana.
Aunque pueda ser más laborioso de ordinario         En contraste con esta afirmación no es difícil ver a nuestro alrededor muchas personas que hacen del rencor el doloroso centro de su vida y a veces incluso el principal motor de su existencia. Cuántos hermanos que no se hablan, vecinos que no se tratan, matrimonios que se separan entre violentas recriminaciones. A esas situaciones extremas se llega casi siempre porque se piensa ingenuamente que no hace falta hablar, que no hace falta pedir perdón, que el tiempo solucionará la afrenta. Sin embargo, todos tenemos comprobado que el paso del tiempo en muchas ocasiones no hace más que enconar las heridas y ensanchar el resentimiento. Como dice uno de los personajes de Malcolm Lowry en su novela Bajo el volcán, "el tiempo es un falso curandero". Lo que hace falta no es dejar pasar el tiempo, sino aplicar la inteligencia para limpiar bien la herida, para distinguir entre la agresión y el agresor, entre la ofensa y la persona que la ha causado, para descubrir el camino del perdón. En muchos entornos la reacción casi instintiva ante la agresión –real o quizá sólo posible– es precaverse construyendo muros que protejan, delimitando muy bien las responsabilidades, funciones y competencias de unos y de otros, y arbitrando unos sistemas públicos de control. Todos tenemos experiencia de que esta actitud es a la postre del todo insuficiente para una convivencia humana de calidad, sea en una empresa, en una comunidad de vecinos o en la sociedad en general. Indudablemente, hay que ser prudentes y tomar medidas para que no pueda repetirse la agresión, pero perdonar significa tomar la decisión inteligente de derribar las vallas para construir puentes que permitan a los demás acercarse.
La agresión y fofo el agresor         La experiencia humana muestra que mientras se identifica al agresor con la ofensa, no es posible que cicatrice la herida ni es posible el perdón. Más aún, si con el tiempo llega finalmente a cicatrizar la herida, casi siempre queda como secuela un sordo resentimiento contra el agresor capaz de reabrir la herida –e incluso de llegar a ensancharla– cada vez que voluntaria o involuntariamente reviva en la imaginación. Ese rencor es capaz de llenar la vida de un ser humano incapacitándole para el perdón. Estas personas –ha escrito J. Christoph Arnold, autor de El arte perdido de perdonar– "constantemente defienden su indignación: sienten que el hecho de haber sido heridas tan profunda y frecuentemente les exime de la obligación de perdonar, pero son quienes más lo necesitan". No se trata de olvidar lo ocurrido o de resignarse, sino –prosigue este autor– "de tomar una decisión consciente de dejar de odiar, porque el odio no ayuda nunca. Como un cáncer, el odio se extiende a través del alma hasta destruirla por completo".
Un ejemplo vivo         No puede construirse una vida humana a partir del odio, ni siquiera a partir del odio hacia quienes contra toda justicia nos hayan agredido, engañado o defraudado. En el último libro de Juan Pablo II Memoria e identidad se recoge una conversación en la que el Papa y su secretario Mons. Dziwisz rememoran la figura del asesino profesional Alí Agca, que en la tarde del 13 de mayo de 1981 hirió gravísimamente al Papa en la Plaza de San Pedro. "Fui testigo –recuerda Mons. Dziwisz– de la visita del Santo Padre a Alí Agca en la cárcel. El Papa lo había perdonado públicamente ya en su primera alocución después del atentado. Por parte del preso nunca le oí pronunciar las palabras "Pido perdón". Le interesaba únicamente el secreto de Fátima". Al parecer Alí Agca no tenía interés alguno en el perdón, sólo estaba interesado en descubrir cómo era posible que no le hubiera salido bien el atentado: lo había preparado muy concienzudamente y, para su sorpresa, la víctima había escapado de la muerte, quizá gracias a una fuerza superior a su poder de disparar y de matar. Me parece que hay algo terriblemente inhumano en esa actitud.
El odio de Medea         El filósofo francés André Glucksmann ha recordado recientemente en una entrevista en La Nación de Buenos Aires la tragedia clásica de Medea para denunciar las supuestas razones de los terroristas. Al ser abandonada por su marido Jasón y separada de sus hijos, Medea planea una terrible venganza. "Medea se niega a toda negociación; abre sus heridas en vez de dejarlas cicatrizar. Su dolor se transforma en un dolor absoluto que le permite el furor absoluto. Así llega a matar a sus hijos ante los ojos de Jasón y le explica que si tuviera un tercer hijo en el vientre se abriría las entrañas para matarlo también, dándose de esta forma muerte a sí misma. Medea se transforma en una bomba humana. Al vaciarse de toda humanidad, el odio a sí misma le permite un odio apocalíptico: la voluntad de terminar con el universo. Ese es el mecanismo del odio: el otro no es un blanco por lo que hace, sino por lo que es. Cuando se odia al otro por lo que es, no hay solución: hay que hacerlo desaparecer". Séneca es, sin duda, el gran dramaturgo clásico del odio.
Lo más sublime en el hombre

        Evocar a Medea sirve para recordar que no puede crecer una vida humana a partir de la semilla del odio, pero tampoco puede una sociedad o un grupo social determinado alimentar su cohesión favoreciendo el odio al extraño, al extranjero, al inmigrante o a las demás personas excluidas de la sociedad. Una sociedad realmente democrática sólo puede construirse donde hay perdón, donde se olvidan los agravios y se perdona a los agresores. Perdonar no es sólo acoger con los brazos abiertos, es también tender puentes que permitan al otro acercarse. Se dice a veces que somos bestias cuando matamos, humanos cuando odiamos, pero que en cambio nos acercamos o igualamos a Dios cuando perdonamos. Lo que aquí he querido decir es algo bastante distinto: que no sólo somos bestias cuando matamos, sino también cuando odiamos, y que en cambio somos realmente humanos al perdonar porque lo realmente inteligente –tal como decía Irene Villa– es perdonar.