Manual para conseguir cambios sociales
Miguel Lluch
Hasta eso podría suceder por ridículo que parezca         ¿Qué pasaría si, de pronto, se aprobara el robo por un decreto ley? Me parece que, en un primer momento, habría una indudable conmoción general. Mucha gente lo tomaría en broma y comprobaría en sus calendarios si estábamos en el 28 de diciembre. Por supuesto, algunos de entre los ladrones lo celebrarían en seguida por todo lo alto. Pero, en los primeros momentos, las celebraciones no pasarían de ahí. La mayoría de la gente compraría dobles candados y acompañaría a sus hijos y familiares más débiles por la calle. Pero sigamos con la fábula. El tiempo seguiría pasando. No tardaríamos nada en escuchar unas reflexiones, que sonarían atrevidas al principio, sobre el final de una época en la que se reprimía el robo y a quienes robaban. Leeríamos entrevistas en las que se declararían los malos tratos y el desprecio que en algunos casos se había dispensado a los ladrones en tiempos anteriores.
Inocentes palabras cargadas de intención

        Sin duda, no todos se manifestarían arrepentidos de sus trabajos de vigilancia y protección contra el robo. Aquellos policías que no se sintieran culpables de haber tratado de impedir el robo podrían ser acusados de recalcitrantes y de robófobos. Los policías y los ladrones que no entendieran el cambio podrían ser educados en la nueva cultura para que aprendieran a adaptarse al progreso cívico. Toda la ciudadanía debería aprender que lo que hasta ahora se consideraba malo, tanto por los policías como por los que robaban, no era más que un mito creado por algunos, herencia de tiempos pasados que se movían siempre por turbios intereses, y que ya era hora de extinguir todo eso.

En efecto, todo concuerda de modo muy coherente

        Pero, volviendo a nuestra fábula, los policías y los ladrones que no entendieran el cambio podrían ser educados en la nueva cultura para que aprendieran a adaptarse al progreso cívico. Unos y otros podrían tener esperanza de ser aceptados, si dejaban de poner pegas y se unían a la innovación. Toda la ciudadanía debería aprender que lo que hasta ahora se consideraba malo, tanto para los policías como para los que lo robaban, no era más que un mito creado por algunos –herencia de tiempos pasados– que se movían siempre por turbios intereses, y que ya era hora de extinguir todo eso.

        Entonces vendrían las incorporaciones masivas al nuevo movimiento. Se irían manifestando muchos que no sabían que robaban, que lo tenían que hacer en secreto porque no se les hubiera comprendido, dirían. Y, poco a poco, irían haciendo sus declaraciones de liberación psicológica y social. La prensa y los telediarios nos irían informando del gran número de partidarios de la robofilia –ladrones era ya, a estas alturas, palabra tabú– que ocultaba nuestra hipócrita sociedad. Algunos declararían que habían robado poco por miedo, o simplemente los que habían liberado su mente y se habían dado cuenta de que no lo habían hecho porque les habían enseñado a no hacerlo, pero que sí que les gustaba y que, por fin, lo habían hecho y estaban satisfechos de la experiencia. La culpa no era por haber robado, sino que la culpa estaba en los educadores que habían tenido.

La oposición Pero en medio de este gran movimiento de renovación social había gente que seguía sin robar a pesar de las aprobaciones legislativas, de las facilidades sociales y de las bendiciones de algunos medios de comunicación. No robaban y decían que robar estaba mal, aunque una ley lo aprobara o aunque mucha gente lo hiciera. Incluso, añadirían, que aunque les parecía mal robar, aún les parecía peor que se hubiera aprobado como algo bueno y toda la algarabía de celebración mediática por la exaltación de la robofilia. Les parecía peor porque, dirían, que todo eso configura las mentes y después las costumbres de la gente, sobre todo, de los más débiles.
La razonada crítica a conductas ancestrales         Entonces, esas voces deberían ser silenciadas, distorsionadas. Un método para silenciar a los que discrepen es, por ejemplo, decirles: "Si tú no quieres robar, eso no es una opinión digna de tenerse en cuenta, porque tú no lo dices por ti mismo, sino porque eres cristiano, o porque crees en la ley natural, o porque crees en la propiedad privada, o porque crees en los diez mandamientos, etc. En definitiva, tu opinión no cuenta, porque tú crees en algo". Además, "si tú no quieres robar porque no te atreves, o porque no te gusta, o porque ya tienes todo lo que necesitas y con tu trabajo y tu dinero lo puedes conseguir, pues muy bien, allá tú. Nadie te obliga a hacerlo. Pero, ¿cómo te atreves a decir que robar está mal? ¿Cómo eres capaz de impedir que alguien, si quiere hacerlo y que la ley lo ampare, lo haga? ¿Cómo te puedes sentir tan intolerante que quieras impedir que robe a quien cree que debe hacerlo y así ser feliz?" Y aún más: "Eso no puedes decirlo. No puedes pensarlo. No puedes enseñarlo así a los niños. Porque entonces estás despreciando a todos los ladrones y las ladronas y a todos los que queremos que se libere a los hombres y a las mujeres de esa antigua traba. Tienes que respetar, no tienes que criticar. Estamos en una sociedad libre y plural. Por eso tienes que callarte y no intentar que el robo no se proteja y que los ladrones sean o puedan ser mal vistos".
Los intelectuales cómo no         No faltarían estudios sobre bandas de ladrones que en otros tiempos, en otros lugares, robaban impunemente porque eran hábiles, fuertes o tenían mucho poder. Se formularían hipótesis y teorías acerca del robo en las diversas culturas, clases sociales, etc. Se divulgarían estudios históricos sobre ladrones buenos que se enfrentaban a ladrones malos. Otros estudios explicarían que el hombre es ladrón por naturaleza. Otros que no hay tal naturaleza y que, por tanto, el hombre ladrón es tan auténtico o más como el hombre que rechaza el robo.
Hablando en serio

        Hasta aquí la fábula. ¡Qué fácilmente se le da la vuelta a una sociedad desde los cimientos más seguros! ¡Cómo se deja sin razones ni argumentos a tantos y cómo quien no se pone a favor de la corriente se siente aislado y en peligro! ¡Qué difícil se hace explicar lo evidente a quien no lo quiere ver! Me refiero a la realidad y s la conciencia recta de los hombres y mujeres que son sensatos. Que saben que en esta Tierra hay bien y mal y que debe ser distinguido uno del otro. Que no todo da igual. Que construir es más difícil que destruir. Que decir que algo no es verdad contra la corriente es más incómodo y, a veces más arriesgado, pero es más noble. Que no se puede mirar siempre a otra parte y encogerse de hombros.

        ¿Y la Iglesia? ¡Qué difícil su tarea! Ella sabe que tiene que decir las verdades que están por encima de las leyes y de los medios de comunicación. Tiene que señalar el bien y el mal por encima de los intereses y de la comodidad; no busca mayorías agradecidas, ni puede aplaudir cualquier comportamiento, ley o costumbre. Pero la Iglesia no condena a los ladrones. Lo que no puede hacer la Iglesia es aprobar el robo, porque es malo. Y eso lo sabe porque mira la realidad sin manipularla a su antojo, porque escucha la voz de la conciencia recta, aunque lo que le diga no sea cómodo y, además, porque está sostenida no en ella misma sino en el Espíritu Santo y en la Palabra de Dios.