Depresión y consumismo navideño
Juan Manuel de Prada
ABC, lunes, 20 de diciembre de 2004
El aumento es preocupante

        EN apenas diez años, los españoles hemos triplicado el consumo de antidepresivos. El dato, bastante acongojante, no alcanza sin embargo a expresar en toda su magnitud esta bulimia farmacológica, pues las cifras aportadas por el Ministerio de Sanidad sólo incluyen las ventas realizadas a pacientes que acuden a la farmacia con recetas de la Seguridad Social, no las que se efectúan a pacientes procedentes de consultas privadas. Probablemente, si incluyéramos en el cómputo la facturación real de los laboratorios dedicados a la síntesis de antidepresivos, y no tan sólo las ventas canalizadas a través de la Seguridad Social, descubriríamos que el aumento en el consumo de tales fármacos requiere cálculos más próximos a la progresión geométrica que a la mera multiplicación. La inminencia de las fiestas navideñas dispara hasta cúspides mareantes el consumo de antidepresivos.

Otro aumento no tan preocupante

        Ayer se publicaba en «Los Domingos de ABC» un reportaje que calculaba en veintitrés millones las personas que cada semana visitan uno de esos centros comerciales que, convertidos en «catedrales del consumo», brindan a su clientela un confortable espejismo de vida reducida a una instantánea satisfacción de sus instintos posesivos. Aunque el reportaje no incluía cifras comparativas, sospecho que la frecuentación de estos centros comerciales, como el consumo de fármacos antidepresivos, se habrá triplicado o quién sabe si quintuplicado en los últimos diez años. Tampoco resultaría excesivamente sorprendente descubrir –dado el ritmo compulsivo de construcción de nuevos centros comerciales, siempre a rebufo de la voracidad urbanística– que el aumento de las ventas realizadas en tales «catedrales del consumo» requiere cálculos más próximos a la progresión geométrica que a la mera multiplicación. La inminencia de las fiestas navideñas dispara hasta cúspides mareantes la frecuentación de estos lugares.

Pero ambos vienen de lo mismo

        Nos hallamos, pues, ante fenómenos de muy similar, casi idéntica etiología. Yo diría, incluso, que ambos forman el anverso y el reverso de una misma enfermedad anímica. Que sea precisamente la inminencia de las fiestas navideñas el catalizador de un impulso consumista irrefrenable y el acicate de feroces trastornos depresivos nos obliga a reflexionar sobre esa nueva forma de ansiedad que ensombrece el comportamiento del hombre contemporáneo. Una ansiedad que es la expresión paroxística de un desasosiego espiritual, de una zozobra de índole metafísica que tratamos en vano de acallar con remedios químicos o materiales. La pérdida de alicientes duraderos –unas convicciones morales resistentes a las veleidades de cada momento, una concepción trascendente de la vida que no abarca únicamente su dimensión religiosa, sino también la conciencia de que estamos en el mundo para desarrollar una misión perdurable e intrínsecamente valiosa– despoja al hombre de su mejor posesión; y ese expolio deja en nosotros un hueco –la nostalgia de una vida más plena, la aciaga certeza de que estamos dilapidando nuestros días– que tratamos de llenar con sucedáneos que sólo contribuyen a ahondarlo y hacerlo más aflictivo. Tomamos pastillas y hacemos humear la tarjeta de crédito para anestesiar el dolor de una amputación en la que perdimos lo mejor de nosotros. Quizá la inminencia de las fiestas navideñas, que tanto exacerba la conciencia de nuestro trágico fracaso, sea la ocasión idónea para recuperar esos alicientes duraderos que hacen más inteligibles nuestros días, más trascendentes e intrínsecamente valiosos. Esos alicientes están ahí, esperando a renacer dentro de nosotros: basta con que demos la espalda al ruido y la furia de la banalidad contemporánea.