Ilegítimo e ilegal



Santiago Milans del Bosch
y Jordán de Urríes.

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Unas cifras que asustan

        La propuesta del PSOE de sacar adelante una ley de plazos sobre el aborto –según el anuncio hecho público tras ganar las pasadas elecciones generales– es, digámoslo sin tapujos, la pretensión de legalizar el asesinato de bebés durante los primeros tres meses de gestación, sin tener que responder ante la justicia. De prosperar, ello supondría que en estos primeros meses de vida se haría inoperante el fundamental derecho de todos a la vida (artículo 15 de la Constitución), que obliga al Estado no sólo a su reconocimiento y respeto (deber negativo), sino también a su protección (deber positivo), a través de las leyes y los órganos encargados de aplicarla, tanto en su faceta tutelar como represora ante los atentados a este primoridal derecho humano, base de los demás derechos fundamentales.

        Pero lo que se propone con la ley de plazos no es más que dar carta de naturaleza jurídica a lo que de facto se viene, lamentablemente, produciendo en España durante todos estos años, desde que se dejó –dentro de un pacto de silencio– de cumplir y hacer cumplir la ley en esta materia, como se ha puesto de manifiesto por el Ministerio de Sanidad y Consumo al hacer públicos, poco antes de las referidas elecciones, unos datos escalofriantes: en 2002 se han matado, en clínicas y centros hospitalarios españoles, 77.125 seres humanos. La cifra se refiere a abortos quirúrgicos declarados, ya que los abortos quirúrgicos no declarados y los producidos por la píldoras del día después, cuya venta y dispensación en las farmacias está autorizada, no se reflejan en las estadísticas.

La mentira está servida

        Antes de continuar con el análisis de estos datos públicos, conviene recordar que el vigente Código Penal tipifica, dentro de los delitos contra la vida humana, el del aborto (artículos 144, 145 y 146) como atentado contra la vida humana dependiente, si bien, desde que se introdujera en 1985, recoge que, en determinados supuestos –por haber sido violadas sus madres, o tener el niño malformaciones, o temerse gravemente por las salud física y psíquica de la madre–, la conducta de ésta y la de quien realiza el aborto o participa en la muerte del ser humano en las entrañas de la madre queda impune.

        Pues bien, de estas 77.125 interrupciones voluntarias de embarazo (que es como oficialmente se llama a este permanente y consentido holocausto), el 97% –¡prácticamente la totalidad!– responden, según los datos hechos públicos, a «motivos de salud psíquica de la madre», lo que denota que se usa este motivo como coladero para abortar y no ser investigados los casos fuera de la ley. No nos engañemos: tras este motivo se esconde, en realidad, el aborto libre, en donde la vida del feto carece de protección, y a la que se pone fin tras rellenar un formulario (que normalmente ya está firmado por un facultativo, pendiente sólo de rellenar el campo del nombre de la madre y, en su caso, la fecha del aborto) y pasar la madre, después de haber pagado una ingente cantidad, a la camilla de la muerte. No se podía, claro es, reconocer públicamente otro motivo para abortar. ¿Quién se iba a creer que los abortos de ese año provienen de 77.125 violaciones denunciadas, o de 77.125 riesgos acreditados de que el feto fuera a nacer con graves taras físicas o psíquicas?

Lo que no se puede mostrar

        Todo una hipocresía: se tipifica el delito, se comete el delito y no se actúa. Durante 2002 (año al que se refiere la estadística) no se ha incoado en los juzgados españoles ninguna causa por delito de aborto. Y desde que, en 1985, se despenalizara el aborto para los tres supuestos excepcionales –y al amparo de esta hipotética afectación grave a la salud de la madre– en España se ha terminado con la vida de más de 700.000 seres humanos inocentes sin que se haya juzgado ni castigado a nadie de los que están delinquiendo. No se les mata con dinamita; ni se les mata en silla eléctrica. Una solución salina les hace revolverse y voltearse hasta que, pasados unos minutos de muerte lenta y dolorosa, deja de latir su corazón. Otras veces, se les succiona, aplasta y ahoga hasta que dejan de moverse. El niño, deformado y quemado, va directamente al cubo de la basura. A veces, ahí, entre compresas y plásticos, da sus últimos coletazos antes de morir.

        Que este clamor por una mayor justicia, que esta repulsa a tanta violencia y muerte de inocentes -que tan recientemente, como consecuencia del los atentados del 11-M, se han puesto de manifiesto- se haga patente en el freno de esta sangría, que se produce todos los días en cantidades terroríficas (a juzgar por las estadísticas oficiales, en 2002 se mataron a una media de 211 bebitos al día). Y recemos para que así sea.