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La bioética también entra a formar parte de la Doctrina social de la Iglesia. Ante la tecnología que ofrece medios e instrumentos que pueden servir para mejorar la salud de los hombres, o que pueden ser usados para destruir a los débiles, los indefensos, los desamparados, la Iglesia tiene que recordar principios éticos que sirven para guiar el correcto uso de esos medios e instrumentos.
Por eso la encíclica de Benedicto XVI, Caritas in veritate (publicada en julio de 2009, aunque lleva fecha de 29 de junio), afronta la temática bioética en diversos números. Vamos a considerar algunos de ellos.
Al inicio del n. 28, el Papa alude a la relación que existe entre vida y desarrollo.
Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas (n. 28).
El Papa afronta así una mentalidad fomentada y acogida por muchas personas. Es cierto que la pobreza provoca una alta mortalidad infantil. Pero la solución ante este drama no está en el recurso al control de la natalidad a través del uso de anticonceptivos, e incluso a través del aborto, pues ambos métodos son gravemente inmorales.
Al mismo tiempo, la encíclica observa cómo, en los países más desarrollados, también existe una mentalidad antivida, que lleva a millones y millones de abortos cada año, y que ha provocado una situación demográfica que desembocará en una especie de suicidio colectivo: si no nacen hijos, los pueblos tienden a su propia desaparición.
La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el futuro y de fatiga moral (n. 44).
En este contexto, Benedicto XVI constata y denuncia la actividad de grupos que promueven el aborto, la esterilización, la eutanasia, etc.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales e internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico (n. 28).
Por eso resulta urgente dar un fuerte aviso ante el mal que padecemos: si la sociedad opta por destruir la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre (n. 28). En esta misma línea, hay que denunciar como incorrecta la tesis según la cual el aumento de población sería la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico (n. 44). Al contrario, son cada día más evidentes signos de crisis que se perciben en las sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la natalidad (n. 44).
Como respuesta a la presión de las organizaciones o países que promueven la mentalidad antivida, el Papa propone la necesidad de reconocer que la apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo (n. 28), pues la apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica (n. 44).
El auténtico desarrollo surge, por lo tanto, en las culturas que defienden la vida. La acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios ciudadanos, y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida (n. 28).
Tal mentalidad ha de ser difundida a través de buenos programas educativos, sobre todo a las futuras generaciones, y de acciones políticas orientadas a tutelar y proteger a la familia.
Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad, haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional (n. 44).
La palabra bioética aparece de modo explícito en el n. 74, cuando Benedicto XVI afronta el tema de las nuevas tecnologías aplicadas al hombre. Tales tecnologías llevan consigo la necesidad de una correcta comprensión sobre la naturaleza humana, desde una razón abierta y disponible al reconocimiento de la verdad.
Nos encontramos, explica el Papa, ante dos alternativas que pugnan entre sí:
En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo (n. 74, cf. el final del n. 75).
Ante este aut aut decisivo, Benedicto XVI subraya la importancia del diálogo entre la fe y la razón, para superar los peligros de una ciencia centrada en sí misma, ciega a los valores más profundos, incapaz de comprender la verdadera dignidad y las riquezas del hombre. Los peligros ínsitos en una tecnología que no esté acompañada por una correcta antropología son enormes, y el Papa los hace presentes:
Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones ya no se considera digna de ser vivida (n. 75).
La encíclica adopta aquí un fuerte tono de denuncia: estamos ante la amenaza de graves formas de ceguera ante lo humano, bajo el peso de una mentalidad cerrada a la transcendencia:
Detrás de estos escenarios hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano (n. 75).
La encíclica Caritas in veritate toca, como acabamos de ver, urgentes problemas bioéticos que han de ser afrontados desde la verdad que lleva al amor. El mundo no puede mantener una mirada indiferente ante mentalidades que provocan cada año millones de abortos, que destruyen la apertura responsable a la vida a través de la anticoncepción, que defienden la eutanasia como salida y solución ante el misterio de la enfermedad y del sufrimiento, que amenazan con destruir los equilibrios ambientales.
Estas mentalidades, como dijimos, llevan hacia el suicidio colectivo. Por eso han de ser superadas, con urgencia, a través del reconocimiento y de la aceptación de la grandeza del hombre, creatura de Dios, sin olvidar sus límites y miserias. Así será posible superar las tentaciones de la cultura de la muerte y promover una auténtica y eficaz cultura de la vida, en la que se alcance un desarrollo construido sobre la caridad en la verdad. | |||||
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