Adopción de embriones congelados
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        La discusión sobre esta posibilidad ha dividido enormemente a los expertos en bioética. No queremos detenernos en los motivos de cada posición, que pueden encontrarse en diversos estudios y publicaciones. Nos limitamos a ofrecer algunas pistas para enjuiciar esta alternativa.

        Como dijimos, un embrión congelado se encuentra en un estado violento, innatural: el laboratorio lo ha “producido” fuera del útero materno y ha suspendido su desarrollo vital. Además, los procesos de congelación y de descongelación implican graves riesgos para la salud y la misma vida del embrión, pues un número no pequeño de embriones muere al ser descongelados.

        En el caso de total abandono del embrión (debido al rechazo de sus padres naturales o legales, o por otros motivos), ¿cuál es el comportamiento correcto frente al embrión congelado? Lo mínimo que podemos hacer por él es ofrecerle un lugar en el que, tras su descongelación, pueda continuar el desarrollo de su existencia. Tal lugar, hoy por hoy, sólo puede ser el útero de una mujer. Puesto que la madre natural o legal ha rechazado o abandonado a su hijo congelado, el que una mujer, preferentemente casada (el mejor bien del embrión exige nacer dentro de un matrimonio, como se suele actuar a la hora de escoger los padres que adoptarán niños abandonados), se ofrezca para que en su útero el embrión reciba la oportunidad de continuar su camino vital es un gesto de generosidad que muestra hasta qué punto cada embrión merece nuestro respeto, amor, e, incluso, algún sacrificio.

        Las analogías para comprender el gesto de adopción son muchas. Un bombero que entra en una escuela en llamas para salvar a un niño desmayado por el humo; un señor que se arroja al mar, entre olas peligrosas, para rescatar a otra persona que se está ahogando; un adulto que da uno de sus riñones a otra persona para que pueda sobrevivir unos años más. Ciertamente, no existe obligación de arriesgar la propia vida cuando no está suficientemente claro que se pueda alcanzar un beneficio importante a través del propio sacrificio, sacrificio que puede incluir el riesgo de perder la propia vida. Pero no por ello dejamos de admirar el heroísmo del bombero que muere, aunque ni siquiera haya conseguido salvar al niño necesitado y deje viuda a su esposa y huérfanos a sus hijos.

        En el caso de la adopción de embriones congelados, la mujer adoptante hace un acto que conlleva no pocos riesgos: algunos debidos a la misma técnica, otros ocasionados por el hecho de llevar en su seno a un hijo que no es suyo. Pero con la suficientemente atención médica y con los estudios básicos sobre compatibilidad sanguínea e inmunológica, la medicina permite el que mujeres puedan llevar a cabo embarazos con hijos que no son suyos. ¿Por qué no aprovechar estos conocimientos técnicos para ofrecer una oportunidad y una señal de respeto a algunos embriones que esperan salir de la “nevera” en la que viven aprisionados?

        Si se promueve la adopción de embriones, surge el problema de la selección: ¿cuáles serán rescatados? Como normalmente serán pocas las mujeres que se ofrezcan para adoptar embriones congelados, algunos dicen que es indigno el establecer parámetros según los cuales a algunos se les ofrecerá una oportunidad de vivir mientras que otros seguirán congelados. Esta objeción tiene un peso pequeño. Basta con considerar un ejemplo parecido. Si tenemos sólo un riñón compatible con tres posibles receptores, es obvio que sólo podemos darlo a uno de ellos, y que esto implica hacer una selección en vistas del mayor bien alcanzable según criterios lo más justos posibles. Pero esto no significa que, para evitar cualquier “discriminación”, no demos el riñón a ninguno de los tres: si podemos salvar la vida de uno, vale la pena ver cómo hacer una elección lo más justa posible, aunque luego tengamos que llorar la muerte de las otras dos personas que no han podido recibir el deseado transplante.

        Otros autores creen que el iniciar un embarazo a través de la transferencia de embriones que no son hijos de la pareja va contra la unidad del matrimonio, o contra la dignidad de la mujer (que sería “usada” como si fuese una incubadora). La objeción es seria, pero con un discernimiento correcto puede ser superada. Se trata de salvar la vida de los embriones congelados. ¿Cómo? Mediante el inicio de un embarazo con un hijo adoptado. Se daña la unidad del matrimonio con la infidelidad o el divorcio, y se daña la dignidad de una persona cuando se atenta, de alguna manera, contra ella. Pero en la adopción de embriones no ocurre ninguna de estas dos cosas. ¿Se puede decir que comete un error la mujer que, por amor a un embrión desconocido, ofrece una parte tan íntima de sí misma para dar al embrión una oportunidad para continuar su vida? ¿No sería su gesto, más bien, una señal del respeto que merece cada embrión humano, un grito al mundo moderno que tantas veces guarda silencio ante la destrucción de embriones, el recurso al aborto e, incluso, el tolerar con bastante indulgencia algunos infanticidios de niños minusválidos?

        Es cierto que normalmente un hombre o una mujer llegan a ser padre y madre a través de sus relaciones sexuales. Pero ante un niño ya nacido y abandonado, la adopción implica un nuevo modo de vivir la paternidad, ciertamente no como resultado de la dimensión física del mutuo amor de los esposos, sino como señal del respeto y cariño que merece un niño abandonado. ¿No se puede aplicar este mismo criterio a la situación de los embriones congelados, aunque su salvación implique un gesto, quizá heroico, de donación de la mujer que ofrece su útero para acogerlos?