Aborto y laicidad
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        La laicidad de un estado es sana cuando son aceptados y promovidos valores básicos sin los cuales no hay auténtica convivencia social. La defensa de la vida, la justicia y la igualdad ante la ley, la protección de los débiles, el apoyo a la familia, la tutela del derecho al trabajo, son temas no negociables: ningún estado puede dejar de lado la defensa de los derechos humanos fundamentales.

        Coloquemos en este marco la pregunta: ¿debería el estado prohibir el aborto, o el aborto quedaría dentro del espacio de libertades individuales que las autoridades públicas deberían respetar? La respuesta puede parecer difícil si se enseñan ideas falsas sobre el embarazo y sobre el inicio de la vida humana. Pero si entendemos bien lo que ocurre a partir de la fecundación, entonces legalizar el aborto es simplemente permitir un acto sumamente injusto que va contra el derecho a la vida, contra la sana laicidad del estado.

        Cada ser humano empieza a existir desde el momento de la concepción. Porque con la concepción inicia el camino singular, único, que es propio de cada vida humana. Un camino que avanza continuamente hacia nuevas metas (la implantación en el útero, el desarrollo a través de distintas fases, el nacimiento...), hasta que un día, a veces muy temprano, a veces después de muchos años, llega la hora de la muerte.

        Porque fuimos acogidos, respetados, y amados, llegó el momento magnífico del parto. Luego, el afecto, algo mucho más profundo y rico que el respeto, protegió nuestros primeros pasos fuera del útero materno, y nos permitió crecer y recibir esa educación básica que dan a los niños millones de hogares en todo el mundo.

        Existe, en cambio, aborto allí donde algunos deciden suprimir una vida humana no acogida, no respetada, no amada. Para llegar a un acto tan injusto hace falta que los poderosos, los adultos, cierran los ojos a la dignidad y maravilla que se esconde en el ser más débil e indefenso: el embrión, el feto.

        Nos hacemos, por lo tanto, ciegos cuando no vemos en el hijo antes de nacer lo que es: un ser humano que vive en el seno materno, “alguien” que crece, poco a poco, hacia la conquista de nuevas etapas... que no serán posibles si el aborto lo destruye miserablemente.

        Permitir que un estado apruebe leyes contra la vida de los hijos en el seno materno es caer en una ceguera injustificable y en una actitud gravemente discriminatoria. Es, en el fondo, la negación del mismo derecho. Porque un estado verdaderamente laico no puede dejar de lado al más débil entre los seres humanos, no puede permitir que ninguna vida sea destruida en el seno materno.

        Oponerse al aborto, por lo tanto, es un deber de todo auténtico ciudadano, sea creyente o no pertenezca a ninguna religión. Porque el deber de respetar la justicia no depende de opiniones personales, de grupos políticos o de ideas religiosas. Es, más bien, un valor indiscutible, sin el cual perdemos los fundamentos auténticos de la convivencia humana.

        No nos dejemos engañar: ir contra el aborto no es querer imponer una idea religiosa católica o una opinión de un partido político en la vida pública. Ir contra el aborto es, simplemente, querer ser justos. Y la justicia no es un monopolio de ningún grupo, sino una vocación de todos los seres humanos que pretendan participar rectamente en la sociedad.

        No podemos aceptar, por tanto, que algunos ideólogos repitan, una y otra vez, que el estado debería legalizar el aborto en vista del respeto del pluralismo y a la “laicidad”. Porque la laicidad no es un pasaporte para pisotear el respeto de uno de los derechos humanos básicos: el derecho a la vida.

        Defendamos, pues, la auténtica laicidad del estado a través de la protección y defensa de la vida de todos. La vida de quienes empiezan a organizar sus cuerpecitos en el seno materno. La vida de las madres, que muchas veces sufren por no recibir ayudas sanitarias y sociales en los meses del embarazo. La vida de los niños que nacen en familias pobres, necesitados de medicinas, alimentos, apoyo. La vida de los adolescentes, de los adultos, de los ancianos.

        Sólo desde el respeto a la vida avanzaremos hacia la justicia que todos deseamos para un mundo más solidario y más feliz. Gracias a ese respeto conquistaremos una sana laicidad que dice “no” al aborto y sí al respeto hacia los más débiles: los hijos mientras recorren esos meses maravillosos de aventura humana en el seno materno.