Ha habido y hay
debates continuos sobre el aborto clandestino. Debates que se mueven
en dos
dimensiones: sobre cuáles sean las cifras reales de esos abortos,
y sobre cómo afrontar el fenómeno a
nivel médico, social y jurídico.
La primera dimensión
suele estar conectada con la segunda, pues en los debates sobre el
aborto
algunos piensan que afirmar que existen muchos abortos clandestinos
forzaría a los políticos a
legalizarlos, mientras que otros suponen que un número bajo
de abortos clandestinos no apoyaría su
legalización.
Estos planteamientos,
sin embargo, no llegan al núcleo de la cuestión. Porque
en el tema del aborto lo
más importante es tener bien en claro qué ocurre en
cada aborto, para luego plantearse la pregunta
ética: si sea o no sea correcto despenalizarlo o legalizarlo.
Si reflexionamos
seriamente sobre el aborto, reconoceremos varios aspectos centrales.
El primero: una
mujer ha iniciado un embarazo, lo que equivale a decir que en un seno
hay una nueva vida, la de su
hijo; que, además, es también hijo de un padre, que
tiene sus responsabilidades respecto a esa nueva
vida.
Reconocer lo
anterior es básico para cualquier reflexión ulterior,
porque en cada aborto una mujer
(muchas veces también un hombre) ve cómo es eliminado
su propio hijo, con o sin su consentimiento.
El segundo aspecto
explica el motivo de un gran número de abortos en el mundo:
porque la madre, o
algunos adultos cercanos a la madre, no quieren que nazca ese hijo
que ha empezado a vivir. Sobre esto
habría mucho que decir, pues miles y miles de abortos se producen
desde las presiones que familiares,
amigos, conocidos, jefes de trabajo, funcionarios públicos,
realizan sobre mujeres que desearían tener a
sus hijos pero constatan cómo otros las empujan a eliminarlos.
Es cierto que
hay abortos que son fruto de la decisión libre, sin presiones,
de la madre. Pero también es
cierto que muchas de esas madres que optan por el aborto no lo harían
si encontrasen a su alrededor un
ambiente de comprensión y apoyo que resulta de gran ayuda para
seguir adelante en el embarazo.
Con estos dos
aspectos ante nuestros ojos, volvemos la mirada a las estadísticas.
Algunas de ellas son
engañosas, precisamente porque pretenden conocer cifras sobre
un fenómeno social clandestino. Es
decir, porque intentan describir lo que pasa en una zona de oscuridad
que impide tener datos precisos.
Es cierto que,
a causa de las complicaciones que pueden producirse tras un aborto
clandestino, las
autoridades sanitarias intentan intuir cuál sea la posible
frecuencia de los abortos clandestinos. Pero
incluso en ese caso, las estadísticas no son el dato central
a tener presente ante la pregunta sobre si sea
correcto o no legalizar esos abortos.
Porque la atención
debe estar puesta, volvemos a decirlo, sobre lo que ocurre en cada
aborto. Si el
aborto es la destrucción de la vida de un hijo en el seno materno,
y si todo ser humano merece respeto
en las diferentes etapas de su vida, una estadística nunca
puede convertirse en un instrumento para
presionar a favor de la legalización de un delito sumamente
grave.
Por eso, en los
debates sobre el aborto, las estadísticas nunca serán
un argumento válido para llevar a
un país a despenalizarlo o legalizarlo. Al contrario, esas
estadísticas, en la medida en que sean
verídicas y serias, deben servir para preguntarse qué
ocurre en la sociedad para que cientos o miles de
mujeres, por presiones de todo tipo, acepten que sus hijos sean eliminados.
Sólo entonces
esas estadísticas (si son serias, lo repetimos, y sin manipulaciones
ideológicas), llevarán
a los agentes de salud, a los legisladores, a la sociedad entera,
a buscar caminos para apoyar a las
mujeres embarazadas.
Desde esos caminos,
con buenas decisiones, el fenómeno del aborto disminuirá
drásticamente.
Entonces, miles y miles de mujeres gozarán de la inmensa dicha
de abrazar a sus hijos después de los
meses de un embarazo que habrán vivido con más paz y
con apoyos concretos y solidarios.
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