A vueltas con la anticoncepción
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        No basta con repetir una frase para que se convierta en verdad. Como no deja de ser verdad algo que ha quedado excluido en el mundo de la información.

        Muchos creen que la anticoncepción es un beneficio, una conquista, un instrumento valioso para defender los “derechos reproductivos”. ¿Es correcta esta idea repetida una y mil veces en nuestro mundo moderno?

        Recordemos que las técnicas anticonceptivas buscan anular la posible fecundidad en las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer.

        Si lo anterior fuese algo positivo, una conquista, ¿cuál sería el bien que se obtiene? ¿Qué “ganancia” otorgan las técnicas anticonceptivas? Según sus defensores, el mayor beneficio consiste en evitar un embarazo no deseado. Lo cual permite que la relación sexual entre el hombre y la mujer goce de mayor libertad al no tener que confrontarse con los posibles deberes y responsabilidades que surgen cada vez que se produce una concepción.

        Podemos entonces preguntarnos: ¿es bueno que una relación sexual no sea fecunda? ¿Es malo que se produzca un embarazo no deseado?

        Sabemos que a lo largo de la historia se han producido y se siguen produciendo miles, millones de embarazos no deseados. Pero también sabemos que miles, millones de esos embarazos no deseados han terminado en un parto, y que entre nosotros viven miles, millones de hombres y de mujeres que empezaron a existir sin ser “queridos”, todo “por culpa” de un embarazo no deseado.

        No es bueno vivir sin ser amados. Por eso lo mejor es iniciar el camino de la vida desde una actitud, por parte de la madre y del padre, no sólo de justicia y de respeto (lo mínimo que podemos ofrecer a cualquier ser humano), sino desde el amor.

        Cada existencia humana encierra un tesoro de potencialidades y una riqueza profunda que se fundan en su dignidad intrínseca. No somos valiosos porque alguien nos ama. Al revés, porque somos valiosos podemos recibir y “merecer” el ser amados, aunque nadie puede obligar a otras personas a que nos amen.

        Si reconocemos la dignidad intrínseca de cada vida humana, reconoceremos también que nunca puede ser vista como mala la llegada de un nuevo hijo en el mundo de los hombres. Porque cada hijo tiene un valor inmenso, porque su vida vale por sí misma, porque tiene unas potencialidades maravillosas.

        Si la sexualidad está orientada naturalmente hacia la fecundidad, hacia la llegada de los hijos, no puede ser nunca un “mal” ni un “daño” el que una relación sexual desemboque en un embarazo. Lo que sí puede ser malo es que tal relación sexual se produzca sin amor, sin respeto, sin responsabilidad.

        Hay que ir más a fondo en este punto. Si la sexualidad se orienta a la transmisión de la vida, y si toda vida humana es siempre digna y nunca debe ser discriminada ni rechazada, cada relación sexual implica una responsabilidad enorme. El hijo que puede surgir gracias a la misma merece apoyo, cariño, protección, y tantas cosas que los buenos padres buscan dar a sus hijos.

        Querer destruir la fecundidad, querer que la relación entre un hombre y una mujer no produzca un hijo “temido” y no querido implica alterar, falsear, el sentido genuino de la sexualidad humana, porque considera una riqueza (la apertura a la transmisión de la vida) como un obstáculo, un peligro, incluso como un “mal”.

        Ese es uno de los graves errores de la anticoncepción: manipular el propio cuerpo o la orientación natural del acto sexual para que no llegue a existir un hijo, para que no inicie una vida humana.

        La actitud correcta, aquella que lleva a vivir la sexualidad de un modo distinto al que domina hoy en muchos ambientes, consiste en verla en el contexto de un amor sincero y pleno, de una donación seria y responsable, y de una apertura generosa, a la llegada de un posible hijo.

        Que el amor llegue a esas características es posible en el marco de una estabilidad y de una entrega tan completas que sólo se dan así en el compromiso matrimonial vivido en su sentido más profundo. En otras palabras, sólo dos esposos, si lo son en plenitud y de modo auténtico, saben amarse y saben vivir su vida íntima de tal modo que la relación sexual con la que se dan sin reservas el uno al otro estará siempre abierta a la posible y magnífica noticia: ha iniciado a existir en el mundo un nuevo ser humano, que merece amor y que espera tanto de quienes son simplemente, para él, sus padres.