LA MUERTE, POR SU NOMBRE
Algún día la verdad acabará imponiéndose y llamaremos a las cosas por su nombre. Para millones de niños, empero, será demasiado tarde.
ISABEL SAN SEBASTIÁN
ABCandalucia241114
 

        «VIDA sí, aborto no», corearon millares de voces el sábado, por las calles de Madrid, en una marcha reivindicativa a la que el tiempo, antes o después, acabará dando la razón, digan lo que digan hoy los propagandistas de la conveniencia al servicio de lo políticamente correcto. La ciencia ya brindó su aval hace años, a través de la biología molecular y la genética, certificando la naturaleza única e irrepetible del ser humano atrapado en el vientre de su madre, desde el momento mismo de la fecundación. El descubrimiento del ADN no hizo sino confirmar así lo que la lógica y el instinto nos llevaban a intuir e incluso a sentir físicamente en el caso de las mujeres gestantes, por más que esta sociedad hipócrita se refugie en el engaño a fin de eludir los embates de la culpa. A saber; que un niño es un niño, sea cual sea su tamaño, y no un apéndice de su madre. Que cuando se liquida un embarazo se liquida una vida y no se interrumpe nada, por la sencilla razón de que es imposible reanudarlo. El verbo aplicable al caso sería por tanto «matar», pero la verdad resulta excesivamente descarnada para ser asumible por esta civilización «avanzada», lo que impone el uso de eufemismos susceptibles de camuflarla. Y así llegamos al absurdo de otorgar graciosamente a la mujer el «derecho a interrumpir voluntariamente su embarazo», cuando lo que queremos decir es que la dejamos sola ante un dilema aterrador.

        La cultura de la muerte siempre se ha apoyado en la mentira como cómplice necesario para la perpetración de sus crímenes. A lo largo de la Historia, el pensamiento dominante, el pensamiento interesado, ha negado la condición humana a incontables individuos inequívocamente pertenecientes a ese colectivo: esclavos, negros, judíos... hoy, bebés en trance de gestación. Algún día, el pensamiento dominante, el pensamiento evolucionado que abomina de la esclavitud tanto como del holocausto, se escandalizará ante el genocidio perpetrado en nuestra era contra millones de niños no nacidos, impunemente despojados de su derecho a la vida. Pero antes incluso de que despierte la conciencia social de una generación menos entregada que ésta al relativismo, será la razón práctica la que se rebele. Porque, además de una monstruosidad, el aborto es un mal negocio.

        A corto plazo, la trituradora constituye una «solución» rápida y sobre todo barata para el problema que genera un embarazo no desado. Mucho más rápida y desde luego mucho más barata que invertir en políticas de apoyo a la maternidad, en campañas de educación en el uso responsable de medios anticonceptivos o en ayudas a las familias en peligro de exclusión. De ahí que todos los gobiernos, incluido el actual, opten por el camino fácil consistente en propiciar que la mujer cargue sobre sus espaldas el peso de esa decisión. ¡Y lo llaman feminismo! ¿Qué sucederá cuando sean las personas mayores y dependientes las que pesen como una losa sobre la pirámide invertida del geriátrico en que se habrá convertido España? Cuando caiga sobre nosotros el invierno demográfico que nos amenaza en el plazo de pocas décadas, quienes vivan para verlo se darán cuenta de la magnitud del error de cálculo que cometieron sus mayores. ¿Cuánto tardarán entonces los apóstoles del egoísmo en plantear la eutanasia como un «derecho inalienable de los viejos»? ¿Cuánto tardará la propaganda oficial en depreciar el valor de la existencia sujeta a algún tipo de limitación, hasta convencer a los dependientes de que, en uso de su libertad, lo mejor que pueden hacer es quitarse de enmedio? Piénsenlo.

        Todo lo que se levanta sobre la mentira acaba desmoronándose. La falacia es una ciénaga que no admite construcciones. Algún día la verdad acabará imponiéndose y llamaremos a las cosas por su nombre. Para millones de niños, empero, será demasiado tarde.