Hacia una organización criminal
Juan Manuel de Praga
ABC
La cultura de la vida

        EN una entrevista concedida a Europa Press, el diputado socialista Ramón Jáuregui reconoce abiertamente que la aprobación de una ley que despenalice el aborto, imponiendo un mero sistema de plazos, es «una hipótesis más que posible». Asimismo, confía en que el Tribunal Constitucional no ponga trabas a la constitucionalidad de dicha ley, haciendo «una interpretación más flexible y actualizada de este conflicto» de la que hizo en 1985. En aquel entonces, el Tribunal Constitucional dictaminó que la protección del nasciturus conlleva para el Estado dos obligaciones: «La de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida, incluya también, como última garantía, las normas penales». Ambas obligaciones son, en su letra y en su espíritu, contrarias a la imposición de una ley de plazos; pero, a juicio de Jáuregui, tales obligaciones deben ser interpretadas de modo «más flexible y actualizado»; lo que, en román paladino, quiere decir que a su juicio tales obligaciones deben ser declaradas obsoletas. O sea, que el Tribunal Constitucional debe amparar una ley que garantice el aborto libre.

Aborto a la carta y ley a la carta         En la afirmación de Jáuregui se resume, de forma sucinta y brutal, el proceso de destrucción del Derecho que se enseñorea de nuestra época. Desde el momento en que se niega la posibilidad de fundar el Derecho sobre un razonamiento ético objetivo que establezca juicios universalmente válidos en torno a lo que es justo e injusto, la ley deja de ser razonable, para convertirse en una coartada que otorga amparo a la pura conveniencia coyuntural. La ley inspirada en la razón es suplantada por una parodia legal que entroniza la voluntad de la mayoría como único criterio «legitimador»; y así, inevitablemente, se aprueban leyes inicuas (esto es, leyes contrarias a la razón) sin otro fundamento que la adecuación al «cambio social». Es evidente que las sociedades cambian; pero no lo es menos que una ley a merced de circunstancias cambiantes, sin sometimiento a principios universalmente válidos, degenera en algo parecido a la institucionalización de la delincuencia. La función de la ley no es otorgar cobertura al cambio social, validando lo que se hace, sino establecer cauces que ayuden a que ese cambio sea para mejor. Hace cincuenta años, por ejemplo, no existía «movimiento okupa»; el «cambio social» evidente ha propiciado que bandas de jóvenes sin hogar se apropien de inmuebles ajenos. Una interpretación «más flexible y actualizada» del derecho de propiedad nos obligaría –a menos que consideremos que tal derecho es un principio que la razón establece, y cuyo quebrantamiento debe ser perseguido legalmente–, a permitir el expolio de la propiedad ajena. La ley encauza el «cambio social», y lo reprime cuando tal cambio se aparta de los principios que la sustentan; en modo alguno puede limitarse a «legitimar» ese cambio.
Para legitimar el delito         «Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino unos execrables latrocinios?», se preguntaba San Agustín en La Ciudad de Dios. Y Ratzinger, comentando este pasaje agustiniano, añadía que «el elemento constitutivo de las organizaciones criminales organizadas se identifica, por esencia, con criterios de juicio exclusivamente pragmáticos y, por lo mismo, necesariamente parciales, dependientes de uno u otro grupo». Esta conversión del Estado en una asociación organizada para la libre delincuencia, que «legitima» los crímenes según el deseo de una mayoría coyuntural, aproxima las democracias a las tiranías más sórdidas, que son las que juzgan lícitos los crímenes que perpetran, por el mero hecho de no hallar castigo o resistencia a los mismos. Esto es lo que ocurre cuando la ley, en lugar de encauzar el «cambio social», lo erige en criterio legitimador. Y esta es la ley que defiende Jáuregui; y la ley que el Tribunal Constitucional, convertido en ancilla criminis, debe a su juicio interpretar de forma «más flexible y actualizada».