La locura irracional del aborto
"Es claro que todo esto va frontalmente contra la religión cristiana, pero, sobre todo, va contra la razón".
Las ideas tienen consecuencias
Richard M. Weaver

Asesinato hasta el momento

        Hipócrates ya sabía, cuatro siglos antes de Cristo, que el aborto es cualquier cosa menos una práctica médica, y que no tiene que ver con la salud, sino con el homicidio. El aborto provocado ha sido durante milenios un signo de salvajismo, y ninguna sociedad tenida a sí misma por civilizada consintió nunca este sacrificio de sangre inocente.

        Naturalmente, al igual que el asesinato o la estafa, el aborto se ha seguido cometiendo en todas partes y en todos los tiempos, pero nunca se le ocurrió a nadie dictar leyes permisivas de estas conductas bajo el estúpido argumento de que la gente seguía actuando así pese a estar prohibidas. Nunca, hasta que en pleno siglo XX, y en algunos países tenidos por los más civilizados del planeta, una extraña mezcla de odio a la religión cristiana, de irrupción de las mujeres en la vida pública y de residuos filosóficos de la Revolución Francesa, devolvió esta práctica salvaje al ámbito de lo permitido por la ley, aunque con el ropaje hipócrita de las apariencias médicas.

        La voz de la Iglesia católica fue de las primeras el alzarse contra esta locura, calificando en el Concilio Vaticano II el aborto como “crimen abominable”. Pero en EEUU, una sentencia malhadada del TS estableció en 1973 el derecho de toda mujer a abortar a su hijo en cualquier momento del embarazo. Desde entonces, el avance de las legislaciones abortistas ha sido imparable, arropado además por la política de la ONU y sus agencias de favorecer el control de la población mundial.

¡Muera la razón!

        Hacia los años 80 se establecen los primeros fundamentos teóricos de la llamada “ideología de género”, que arranca de la separación radical del sexo y la procreación y construye una antropología según la cual cada individuo posee el derecho de “ser” legalmente lo que le apetezca y de dar satisfacción a sus inclinaciones sexuales con independencia de su sexo, reducido ya a un mero instrumento del propio placer al margen de toda función social. Excusado es decir que el aborto, en este estado de putrefacción intelectual y social, forma parte ya de la rutina dirigida a salvaguardar por una parte los nuevos dogmas de planificación planetaria de la población, y, por otra, la satisfacción de las pulsiones sexuales sin consecuencias que impliquen deberes.

        Es claro que todo esto va frontalmente contra la religión cristiana, contra la tradición cultural y jurídica de Occidente, contra los principios y valores que han construido la civilización más abierta, más dinámica y más progresiva que ha conocido el hombre. Pero, sobre todo, va contra la razón, contradice la evidencia; y como consecuencia inevitable, liquida las libertades y abre la puerta a todo despotismo.